En la novela Nombres y animales de Rita Indiana Hernández, la narradora se enfrenta a la dificultad de darle un nombre propio a su gato. Dicha imposibilidad apunta a una crisis de representación, por tanto, de identidad en ambas la narradora y el gato con el cual se identifica. El nombre propio está vinculado a la identidad y la performatividad (si se me permite este anglicismo) de la narradora y su gato sin nombre. La novela abre con una afirmación un tanto desconcertante acerca de los gatos: ”Los gatos no tienen nombre, eso lo sabe todo el mundo” (5). Entimemáticamente, para qué nombrarlos si, como quiera, no hacen caso a la interpelación. Obviamente, un gato sin nombre puede ser llamado por su apodo genérico o paranombre: Miso, michi, minino. Pero, la narradora repara en que hay gente que nombra los gatos de manera “conformista” y que esos nombres no son adecuados, lo que sugiere una especie de “esencia” en el nombre que revela su identidad. La narradora conforma una lista de nombres que van desde algunos en varias lenguas, hasta nombres comunes convertidos en propios. Obviamente, y esto es válido tanto para la narradora como para el gato, la inexistencia del nombre implica una carencia o al menos una crisis de identidad. Lo anónimo, innombrable no tiene una historia individual, particular.
En su ensayo, “El nombre propio dramatizando el ser”, Ana Vujanović afirma que lo que está detrás del nombre propio es la “performatividad” (representación, dramatismo o teatralidad) de la persona que posee el nombre. La carencia de nombre propio deja al animal o al humano en una abstracción, sin peculiaridades, sin una performatividad particular. A diferencia del nombre común, el nombre propio parece designar una persona única. Sin embargo, como los demás nombres, es también un significante flotante. El nombre propio es un campo semántico que atrae centrípetamente una serie de semas que conforma la historia y, por tanto, una cierta teatralidad única del humano y del animal que lo detentan. Incluso, puede haber dos o más nombres propios similares, pero, entonces, serán los sintagmas “enganchados” en el nombre los que definirán la singularidad del sujeto. “Ritas” puede haber muchas, pero la performatividad específica que define a esta “Rita Indiana” se disemina a partir de los sintagmas la “Montra”, “la directora del grupo musical Los Misterios” o “la autora de las novelas Papi y Nombres y animales”. Rita (Indiana Hernández Sánchez) constituye una performatividad única, diferente a la Rita (Rita Macedo), “la actriz mexicana de la Época de Oro del cine mexicano”, “la protagonista de la película Ensayo de un crimen”. A veces, para acentuar la singularización se suman un segundo nombre o más nombres o el apellido, pero desafortunadamente, los segundos nombres y los apellidos también se repiten.
Como signo flotante, la relación del nombre propio con la persona o el animal es arbitraria. Ni el grafema ni el fonema tienen una relación motivada. La profesora Emilia Ferreiro refiere el caso de una niña llamada Teresa, quien se quejaba de que no era justo que la T de su nombre fuera la misma de la T de taxi (Ferreiro, El nombre propio). Sin embargo, la narradora-sin-nombre de la novela insiste en que debe de haber una relación directa, concreta, motivada, cuando ensaya dos nombres comunes convertidos en propios: Meca y Núcleo. “Apuesto que con esa c con a de meca y con esa c con l de núcleo van a quedarse enganchadas del pellejo del animal como anzuelos” (7). La metáfora sugiere pescar al gato con un nombre, uno de orden religioso y otro, físico. Obviamente, el gato no tiene apellido. Tal vez así habría sido más fácil llamarlo, porque etimológicamente, apellido proviene del latín ‘apellare’: “empujar a uno con la palabra”. Sin nombre ni apellido, no se le puede asignar una performatividad, una teatralidad particular, al gato. Pero, sin nombre propio, el gato es una teatralidad perdida; no puede ser ni “empujado” ni “enganchado”, en definitiva, interpelado con un nombre propio.
La búsqueda del nombre propio (de la gata, que podría ser el mismo de la narradora) es la puesta en escena de la performatividad de la orientación sexual de la narradora. Como púber, se encuentra atravesando cambios hormonales, emocionales y físicos. La pertenencia al grupo multicultural, racial y homosocial será de crucial importancia en la construcción de su identidad. La narradora intuye su orientación sexual con Vita y la reafirma con Claudia. Mientras buscan a la gata-sin-nombre, Claudia y la narradora tienen su primera experiencia sexual. Claudia y la narradora se besan y se prometen encontrarse el verano siguiente para ira a Haití a buscar a Radamés (203). El beso sella el pacto de amor y solidaridad con el haitiano. La narradora construye su identidad como gay y no racista. En Nombres y animales, la búsqueda del nombre propio de la gata implica necesariamente la búsqueda de la identidad sexual como performatividad. Dicha búsqueda la lleva, a lo largo de la novela, por una alegoría paratextual (La Isla del Dr. Moreau) que satiriza la sociedad dominicana de la década de los noventa.