En las Sagradas Escrituras hay un concepto para nombrar a aquellas personas cuya condición social de pobreza es afligida por un factor externo, es decir, les he impuesta como una carga pesada fruto de las relaciones con los otros. Este concepto es “Anavim” según el diccionario de Teología Bíblica del jesuita Xavier Léon-Dufour o “Anawins” según otras transcripciones. De todos modos, se le traduce con el genérico “los pobres de Yahvé” o el eufemismo hebraico de “los pobres de la tierra”.
Un anawin es alguien que no tiene absolutamente nada, un “afligido”, un “abajado” de la vida que tan solo le queda confiar en la esperanza de que algún día “El señor de los ejércitos” se apiadará de él y le levantará victorioso. A partir de la teología de la retribución se vio en la pobreza de los anavim una especie de signo que indicaba las consecuencias de una vida manchada por el pecado. Bajo esta teología, la pobreza y la esclavitud del pueblo eran “castigos” divinos por haberse alejado de los pasos del Señor. Rogar por el perdón divino y restablecer la alianza en los términos acordados con los padres de la fe era restablecer el favor de Dios que se traducía, en definitiva, en abundancia y riquezas. Las riquezas llevaban al hombre a olvidarse del señor y se volvía nuevamente a la historia circular de desobediencia y castigo.
Paralela a esta teología de la retribución, los antiguos profetas de Israel notaron que había un tipo de pobreza que no provenía del castigo divino, sino de la imposición de un pueblo a otros pueblos o de un hombre a otros hombres. Isaías, Amós, Jeremías denunciaron una y otra vez esta condición social y jamás vieron en la pobreza una virtud espiritual o un don de Dios, sino que clamaron a Dios por la liberación del oprimido, del afligido. Los profetas, en este sentido, abogaron por los pobres de Yahvé y su liberación de las ataduras de tal condición inhumana.
La teología del Segundo Testamento (el NT) centrada en la persona de Jesús hace una opción premeditada por los pobres. Jesús mostró fehacientemente que la pobreza y la exclusión en todas sus formas no eran queridas por Dios, sino que Dios deseaba que se luchase en contra de ellas a tal grado que diésemos TODO, hasta la vida misma, por erradicar la pobreza, las injusticias y la exclusión de su Reino. La historia de la ofrenda de la viuda y la narración del encuentro de Jesús y el joven rico nos permiten llegar a esta conclusión: Jesús murió por su compromiso con los pobres.
En la mística y ascética cristiana medieval se espiritualizó la pobreza a tal grado que Nietzsche lanza sus mortíferos dardos contra esta moral de siervos ya que era una señal de derrota y no de grandeza en el hombre. Aunque se habló de pobreza espiritual como una virtud, jamás se dejó de ver en la pobreza real un signo del anti-reino; es decir, de lo no deseado por Dios. Ejemplo de ello es San Francisco de Asís: abrazó la pobreza como estilo de vida, pero luchó contra ella. El mismo San Ignacio de Loyola, que decía que la “amistad con los pobres nos hace amigos del Rey Eterno”, exigió a los jesuitas una dedicación especial hacia aquellos “olvidados de Dios” por lo sencilla razón de que “allí se escondía discretamente el Señor”.
La pobreza en sí misma no tiene ningún valor, es un mal fruto de las relaciones de poder y la exclusión entre los hombres. La pobreza espiritual es una virtud que se alcanza en la donación de sí, “de todo lo que se tiene, de todo lo que se es” en beneficio de los más necesitados. Las personas que han alcanzado este grado de unión con Dios desde el rostro de los pobres se autodenominan “dichosos”; pero jamás “preciosas de Dios”.
Las preciosas de Dios es una metáfora de mal gusto, narcisista. Metáfora de la histórica relación de injusticias en la que un determinado grupo, privilegiado por alguna circunstancia social e histórica, excluye a las mayorías, a los “feos de Dios”, perpetuando relaciones poco éticas y anticristianas.