El tiempo de las fiestas navideñas y de fin de año es propicio para el reencuentro familiar, es lo que se nos ha enseñado. Como tradición solemos guardarla fielmente pensando que esto nos hará, si no mejores al menos más humanos y sociables. Vivir una experiencia común refuerza los lazos afectivos con la comunidad y volver a los “aires natales” es como una especie de vuelta al vientre materno al que se le añade, por inercia, la revisión de fin de año y el posterior deseo de un renacer para el año que se aproxima.

Estas festividades, a pesar de su origen pagano, nos han llegado con una tradición religiosa que poco a poco ha ido perdiendo su impacto en la vida de las personas. Incluso, las fiestas de fin de año en su expresión han tomado matices transculturales más que los propiamente religiosos. Por ejemplo, es más común hablar de árbol de navidad que de pesebre. El lechón asado en pulla (o en caja china) convoca a más persona que la misa de año nuevo.

Frente a este panorama festivo, rara vez surge la pregunta por el desarrollo del pueblo y cuando surge las miradas se dirigen hacia el pasado esplendoroso ligado a la explotación agrícola o ganadera dada la fertilidad de las tierras. Como todo es un ciclo alterno en este caribe tropical el agotamiento productivo de las tierras trajo consigo el fracaso económico de aquellas familias sobre las que giraba la vida económica del poblado (propietarios de las tierras y jornaleros establecían una red de relaciones afectivas y sociales que aligeraba la contradicción inherente a la división de clases). Es cuando migrar, para la población más joven, en búsqueda de nuevas y más modernas formas de subsistencia y desarrollo constituía la mejor manera de no perecer junto a las generaciones anteriores. Aquí es cuando surge la educación como medio para la mejora de las propias condiciones de vida. En aquellos tiempos hacerse de una licenciatura o una especialidad era garantizarse, de forma individual, un futuro más promisorio.

A través de la educación las nuevas generaciones tenían la oportunidad que sus padres no tuvieron y despegarse del ciclo productivo de la agricultura era, en muchos casos, salirse del esquema tradicional para reproducir la pobreza en una muy desfasada economía agrícola. Pero en realidad, lo que no advertíamos bajo este esquema es que pasábamos de un modelo a otro, es decir, de unas condiciones de “echa días” a trabajadores asalariados y protegidos por una serie de derechos legales amparados en la ley y salvaguardados por el Estado. Este cambio en las relaciones de producción traería una mejora significativa en las condiciones de vida de las personas y su capacidad de adquisición de bienes y consumos que, en definitiva, es lo que muchas veces se ha entendido por desarrollo en nuestro país.

Meterse en el nuevo engranaje de la producción industrial bajo las condiciones de un saber-poder eran los propósitos más adecuados para el nuevo Prometeo. Como en el campo no hay industrias, la migración forzada buscando el progreso individual trajo consigo la nostalgia por la tierra de tus padres y la consciencia de que el porvenir será encontrado en otros lugares.

Este es, grosso modo, el contexto que explica el masivo éxodo desde la ciudad capital u otras cabeceras de provincia hacia el “interior” del país en las fiestas de fin de año. Años tras años vamos haciendo lo mismo, dejando el mismo sistema y sus dispositivos intactos. Acomodándonos como mejor se pueda al modelo de desarrollo de la modernidad-colonialidad. Bajo esta sobrevivencia acomodada sentimos leves gajos de libertad y de prosperidad endeudada.

La modernidad-colonialidad y su desarrollo como dispositivo nos ha enseñado que la salvación es una cuestión individual porque la vida humana se divide en esferas de relaciones o espacios de intervención del individuo hacia el grupo del que forma parte. La fractura de la conciencia colectiva trae como consecuencia la adquisición de estos esquemas individualistas de desarrollo los cuales no permiten afectar positivamente la vida de las pequeñas comunidades. Comunidades que pasan a ser, definitivamente, espacios de esparcimiento y consuelo para nuestros cuerpos-almas errantes entre el trabajo y la casa.