Una de las creencias con más firmeza arraigadas entre los estudiantes universitarios de los países desarrollados es aquella de que una vez finalizados sus estudios superiores los conocimientos aprendidos serán aprovechados para el desarrollo y progreso de sus áreas respectivas, estando pendientes de su destino las autoridades gubernamentales y los inversionistas privados.

En República Dominicana el discipulado de Medicina, Ingeniería, Humanidades, Derecho, Arquitectura o Ciencias por ejemplo, está en la mayoría de los casos convencidos de su vocación, de sus motivaciones al momento de escoger su carrera, pero desde hace varias décadas no tienen la seguridad de que una vez egresados ejercerán la profesión que con grandes esfuerzos lograron.

Los cantos de sirena alabando las maravillas del campo dominicano pregonan que somos un país eminentemente agrícola y que nuestro futuro dependerá del cultivo de la tierra.  Por ello entre los estudiantes de Agronomía, Veterinaria y Zootecnia existe la falsa convicción de que una vez egresados su ejercicio profesional está asegurado y que serán protagonistas de nuestro sostenimiento económico.

Los que así piensan están más perdidos que el vuelo 370 de Malasia Airlines que salió de Kuala Lumpur  y jamás llegó a su destino que era Pekín, en China, ya que los ingenieros agrónomos graduados en la Escuela de ingenieros agrónomos de la Facultad de Ciencias Agronómicas y Veterinarias de la Universidad Autónoma de Santo Domingo son una buena demostración de ello.

El pasado domingo 6 de marzo 2016 una numerosa promoción –asistieron más de cuarenta profesionales – cuyo grueso terminó sus estudios a finales de la década de los años ochenta del pasado siglo,  realizó su primer encuentro después de treinta años sin hacerlo en el llamado “Rancho colonial” en San Cristóbal, un mirador espectacular propiedad – primera sorpresa – de uno de los egresados.

Los asistentes provenían de la generalidad de las provincias del país y dos de ellos viajaron expresamente desde New York y Ciudad Méjico para no perdérselo, siendo la informalidad, el choteo, la familiaridad, y la guasa los parámetros que caracterizaron  tan especial e inesperada juntadera que tuvo variados detalles que a continuación intentaré describir.

Mi primer asombro fue en el estacionamiento del Rancho en cuestión pues en base a los modelos y cilindradas de los automóviles parqueados cualquiera hubiera pensado que en el local estaba reunido el Consejo de Administración del Banco Central o del Grupo Vicini por lo menos.  Yo que les conocí enlatados como sardinas en los autobuses “Blue Bird”  de la UASD o como pasajeros de motocicletas Honda 50, no me explicaba este indicativo del bienestar pecuniario.

Al momento de saludarlos y abrazarlos advertí que apenas les reconocía al transparentar casi todos – hombres y mujeres – un rejuvenecimiento, un rozagante estado de salud y un empaque corporal inexistente cuando fueron mis discípulos en Engombe.  Su ingesta en los comedores populares de la finca consistente en buche de perico, pico y pala y locrio de pica-pica junto a su porte alicaído y gastada  indumentaria traducían las penurias económicas en que vivían.

Tan transfigurados  estaban que al llegar las autopresentaciones esta acción tuvo para mí el mismo efecto que quitarse las máscaras en un fiesta de disfraces, pudiendo entonces identificar a todos los presentes.  Sin embargo durante el breve perfil de comparecencia personal muchos de ellos parecían lamentar no haber ejercido la profesión o haberlo hecho por un tiempo y luego abandonarla totalmente.

Uno de ellos tenía una galería de arte contemporáneo; otro había hecho la carrera de abogado; uno era distribuidor de gomas para vehículos; otra era propietaria de una floristería; otro residía en New York en una ocupación que no recuerdo; aquel era un avicultor; éste dijo ser apicultor; uno era el dueño de una empresa de agua para beber y otro poseía una compañía de agroquímicos.  Y como ellos otros más.

Talvez les incordiaba haberse sacrificado más de un lustro aprendiendo cosas que luego les serían inútiles en la cotidiana lucha por la vida, pero los que así se lamentaban ignoraban dos hechos que no solamente justificaban su deserción, el abandono de la agronomía sino también sus éxitos en otras áreas del quehacer humano ajenas por completo a la carrera universitaria cursada.

Cuando éstos egresados fueron mis discípulos exhibían en las aulas, campos y laboratorios una real vocación e interés por la agronomía, pero al evidenciar el Estado dominicano, que es el principal patrón y mercado de estos profesionales, no mucha voluntad en su designación y en particular  justicia en su remuneración, un gran número de ellos se planteó la necesidad de desempeñarse en otra actividad incluso en desacuerdo con los estudios realizados.

Ante esta disyuntiva algunos experimentaron la sensación de ser traidores a la profesión, fugitivos, pero este sentimiento de culpabilidad pronto se desvaneció frente a la obligación de mantener una familia, pagar un alquiler, cumplir con sus progenitores y conservar su estatus como profesional.  Esto se lograba únicamente incorporándose en el denominado pluriempleo o aventurarse en el incierto mundo de la iniciativa personal, la creatividad y las probabilidades.

La sentencia del filósofo inglés Thomas Hobbes (1588) que recomienda “primero vivir, luego filosofar”  que hace poco tiempo retomó un ex presidente de la República – “comer es lo primero” – ha sido acatada al píe de la letra por los agrónomos de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, UASD pues de lo contrario su existencia se hubiese convertido en un triste rosario de vicisitudes impropia para quienes obtuvieron un título universitario.

Si la renuncia de la agronomía  tenía su justificación,  sus éxitos en las iniciativas emprendidas se debieron en gran medida a su tránsito por la UASD.  El extenso y variado plan de estudios de la profesión contemplaba asignaturas cuyos temas han servido no pocas veces para destacarse en estrategia comercial, ventas o manejo de personal.  También,  la diaria asistencia al proletario ambiente de la vieja Alma Mater y el contacto con la astucia campesina,  le otorgaron una agresividad de mucha utilidad en los dominios del capitalismo brutal.

Más que los otros profesionales graduados en la UASD, los ingenieros agrónomos de Engombe, incluso los menos aventajados, pueden llegar ser hasta obispos – conozco algunos que son ya diáconos -, y el hecho de haber involuntariamente, desertado de la carrera estudiada y sobre todo, conocer muchos de ellos el éxito económico en actividades extrañas a la producción agrícola, es un vivo testimonio de su envidiable poder de resiliencia. 

Agradezco mucho la invitación que los ex-alumnos Katia Espinosa y Guido Gómez, que aun no han desertado de la profesión, me extendieron para asistir a uno de los encuentros más singulares efectuados por los ingenieros agrónomos graduados en la Facultad de Ciencias Agronómicas de Veterinarias de la UASD.  Fue toda una fiesta volver a ver a Delcy Vélez,  Eugenio Javier, Irving Tavárez, Virgilio Reyes, Cristobalina Díaz, Fidelina Fernández y desde luego al folclórico Adalberto Pérez (Memín).