“Me metí en un vagón del metro y no he podido salir de aquí”, cantaba la banda Café Tacuba. Ignoro si habrán usado esa canción para los festejos, además de las típicas Mañanitas, pues el Sistema de Transporte Colectivo, como lo llaman oficialmente, celebró el pasado 4 de septiembre medio siglo de navegar por los “sótanos” de la ciudad de México.
Se trata de un metro inmenso y a la vez insuficiente. Inmenso por los millones de usuarios que moviliza, más de 5 por día; sólo superado por los de Tokio, Nueva York y Moscú. Según leo, la estación de Pantitlán, donde convergen 4 ramales y que se ubica en los límites con el Estado de México, es la de mayor afluencia. En 2018, recibió alrededor de 40 millones de personas.
Sin embargo, es insuficiente porque hay muchas carencias: que si faltan trenes; que si hay que mejorar la infraestructura; que si la tecnología para cuándo; que si se va a ampliar; que si la inseguridad, etc. En París, por ejemplo, la línea 1, la amarillita, la que cruza los Campos Elíseos, ya hace tiempo que se conduce sola, es decir, sin necesidad de operarios. Los turistas se ponen en el primer vagón para sentirse como el chofer, para ver que hay en los túneles, aunque en realidad, hay más sombras que otra cosa.
Pero el encanto del metro naranja también es único, como únicos son sus pictogramas que distinguen a cada estación. Fueron diseñados por el norteamericano Lance Wyman, para que aquellos que no supieran leer se orientaran: la del arbolote (Popotla) que hace referencia al Árbol de la Noche Triste, donde Cortés lloró su derrota; la del león (Etiopia) llamada así por la glorieta alusiva a dicho país africano y que ahora le agregaron el rimbombante nombre de Plaza de la Transparencia; la de los cañones (Balderas), que se encuentran en el parque de la Ciudadela, donde tuvo lugar la Decena Trágica, su nombre alude al general Lucas Balderas, que murió durante la invasión norteamericana de 1847; la del águila, en el mero Zócalo y así hasta llegar a las 195 estaciones…
Igualmente están sus leyendas urbanas, incontables como los viajeros: la de aquella familia que de tan pobre no podía pagar el viaje al panteón y se fueron con todo y muertito (ya venía envuelto en ataúd), por el subsuelo se llega más rápido al inframundo, dicen; la de la rata gigante, que no era como la que describe Paquita la del Barrio (de dos patas), aunque quizás se trataba de una zarigüeya; la de la niña fantasma que camina por las vías; la de los suicidas, como la madre apesadumbrada que se arrojó a los trenes con todo y sus tres hijos, incluyendo un bebé que sobrevivió; la del mamut, cuyos restos fueron encontrados durante las excavaciones de la línea 4 y que hoy se exhiben en la estación Talismán. Aunque si de tesoros se trata, nunca faltan las pirámides: en Pino Suarez tenemos la que fue erigida al dios del viento, Ehécatl, deidad tan importante como Tláloc o Quetzalcóatl.
Sigamos hacia atrás, es 1989, el famoso Schwartzenegger se agarra a balazos en plena estación Chabacano. Se trata de la película futurista Total Recall, inspirada en un cuento de Philip K. Dick. Comenta Villoro que los encargados no querían limpiar las manchas de sangre que habían quedado en el techo después de la filmación. En pocas palabras, se negaban a borrar “ese recuerdo del futuro”.
Es cierto que el metro presenta retos. Los usuarios se quejan de que los traslados se alargan cada vez más. Luego está la inseguridad que se ha hecho más evidente, sobre todo contra las mujeres, que viajan en un vagón especial, situación que debería indignarnos. Asimismo, los mentados vagoneros son una verdadera molestia, vendedores ambulantes de todo: discos de reguetón que ofrecen a todo volumen; películas, programas de computación (nada es de origen pirata), agujas, cortaúñas, tijeras, cuadernos, dulces, golosinas: “como pastillas, paletones, chocolates, chicles y salvavidas”, se lamenta el protagonista atrapado de los Tacubos. Hasta faquires del subsuelo me ha tocado ver, que en un parpadeo se acuestan sobre un costal repleto de vidrios, labor complicada cuando el gusano gigante va a tope…
Cuando viví en el ex Distrito Federal, también yo fui uno de los millones de “peregrinos” de la deidad del transporte. La estación que me quedaba cerca era la de Insurgentes, de la línea 1, que para quedar a tono con la identidad nacional, es rosa mexicano. Por allí cruzó el presidente Gustavo Díaz Ordaz, junto con el regente de la ciudad y el conductor. Era el primer trayecto de la historia, iba de Chapultepec a la Calzada Zaragoza. Sólo viajaron esos “ilustres” pasajeros aquel 4 de septiembre, pues el populacho subió hasta el día siguiente. No había pasado ni un año de la matanza de estudiantes en Tlatelolco, de la que fue responsable el siniestro y “bien amado” Díaz Ordaz. Hace unos años, decidieron quitar todas las placas que refieren el hecho inaugural…Las fechorías de los malosos no son invisibles, permanecen anaranjadas, a la vista de la historia.