El gregarismo, la tendencia al agrupamiento en sociedad, ha jugado un papel fundamental en nuestra sobrevivencia biológico-cultural, pero también ha implicado el desarrollo de unos hábitos mentales que, si no son modificados por la educación y la práctica intercultural, sirven como una peligrosa fuente de violencia, segregación y barbarie.
El gregarismo constituyó un eficaz recurso de sobrevivencia al permitir la búsqueda conjunta de alimento y de protección mutua. También, estableció los límites de exclusión con respecto a todo el que no formara parte de la manada. En primera instancia, ayudó a proteger al grupo de un posible depredador o de la muerte por hambruna.
Estas son las bases biológicas del nacionalismo, del apego a la tierra, al grupo, a la nación. Con el desarrollo de la civilización y la cultura se convirtió en una peligrosa actitud de temor y rechazo ante el otro, el extraño, el extranjero. Mezclado con otros prejuicios culturales -como el racismo y la xenofobia- es una peligrosa ideología que obnubila nuestra comprensión de los fenómenos sociales, porque sataniza al extranjero,a quien solo puede ver como amenaza a la supervivencia del grupo y a la tierra en la que la comunidad hunde sus raíces históricas.
Este sentimiento primitivo es explotado por los sectores de poder, beneficiarios del desvío de los focos de atención para no ser apuntados cuando se requieren responsables por la administración ineficaz, la mala calidad de vida, la corrupción, o el abuso de poder.
No es casualidad que los regimenes más deplorables de la historia fueron nacionalistas. Desde el nazismo hasta el estalinismo, desde los regimenes autoritarios populistas latinoamericanos hasta el trujillato.
Y no es casualidad que los mismos construyan una retórica del odio, un discurso llamado a “des-humanizar” al extranjero a quien se considera como amenaza, despojándola discursivamente de su condición para presentarlo exclusivamente como “bicho” o “cosa” amenazante.
De esta manera, quedan justificadas en la práctica las violaciones a los derechos humanos, pues en el imaginario colectivo se crea una imagen no humana de las víctimas.
Este es uno de los lados perversos del nacionalismo. Detrás de la capa nacionalista o patriotera se esconde con frecuencia un sentimiento enfermizo de odio al diferente, al que no forma parte de “NOSOTROS”, al que no es de “NUESTRA TIERRA”.
Y su supuesto más perverso es que el apego a una tierra está por encima del respeto a la dignidad de las personas que todos merecemos.