La segunda parte, de igual nombre que el poemario, comienza con estos versos: «Esta es la historia del desastre / y yo la cuento / desde el jardín de flores apagadas» (I). ¿En qué consiste este desastre? Atendiendo a la palabra «invención», yo aquí veo dos aspectos. Por un lado, está esta fábrica de locos que es nuestro mundo, lleno de opresiones económicas, políticas y religiosas. Y, por otro, está la invención de una locura que es poesía y libertad. Esta es la que propone Rosa Silverio, aunque alcanzarla signifique correr un riesgo muy caro, tal como nos contó en su poema «El riesgo de bajar». Ya lo decía Foucault en su Historia de la locura en la época clásica: «Este riesgo de que un sujeto que escribe sea arrebatado por la locura, de que ese doble que es el loco gane peso, es precisamente esto, a mi entender, lo característico del acto de escribir».

Aquí Rosa nos muestra cómo es su locura y cómo ha devenido en ella. Su origen se encuentra en el «deslumbramiento centelleante de la palabra» (II). Es el ejercicio de la palabra, es su entrega total a la literatura la que la ha llevado a este «desastre», a esta noche que es «la más oscura». De ahí que aparezcan aquellas escritoras de quienes Rosa ha heredado esta locura: «Repárame la herida fundamental, Pizarnik / líbrame de esta desgarradura / devuélveme la vida» (III). «Tsvietáieva, dame tu cuerda / déjame librarte de la sombra / déjame que cargue yo con tus dolores / déjame a mí toda tu angustia» (VI). «Enciérrame en tu cuarto, Emily / sálvame de toda esta locura […] / Consuélame en tu cama / léeme todos tus poemas / brinda conmigo en la última hora» (IX).

También se dirige a sor Juana Inés de la Cruz, quien fue llamada loca por su madre por haberle pedido que le cortara la trenza y la vistiera de niño para poder ir a la universidad (XVI). Igualmente, se dirige a Sylvia Plath (XVIII), a Anne Sexton (XXII) y a Virginia Woolf (XXVII). A través de este procedimiento, Rosa realiza la unificación de la literatura y de la vida. Las escritoras pasan a ser compañeras de camino y refugio ante la incertidumbre.

En los otros poemas de esta parte Rosa nos habla del dolor (IV, XII, XIX), de la muerte (V, VII, XX, XXV), del amor (X, XV, XXIX), del conocimiento propio (XI, XIII, XXI), de la experimentación de los límites (XIV, XVII), del valor de las palabras y del silencio (XXIII, XXVIII), entre otros temas.

El desenlace de la locura es la desaparición del yo: «Me voy borrando / escribo la última palabra» (XXX). El yo se ha hundido totalmente en la poesía. La poesía y la autora han terminado convirtiéndose en una sola cosa. Ella es una palabra como todas las demás que ha pronunciado. Y, como todas las palabras, ella puede ser borrada.

III

La última parte, llamada «Psiquiátrico», está inspirada, como la autora ha manifestado en diversas ocasiones, en su experiencia en un hospital psiquiátrico.

Aquí aparece con más claridad la dimensión oscura que tiene la locura. La locura es un lugar desolador, donde uno puede perderse para siempre. Se duda de todo, en especial de lo que es más caro para un escritor: su propio talento: «“No soy una de las grandes”, me dice mi cabeza / y mis amigos lo repiten cada noche al devorarme / He llegado al fondo, me he perdido en la andadura» (I).

El poema II, que tiene ecos en la teoría del panóptico de Foucault, aunque se refiere a una experiencia individual, revela con gran lucidez nuestra situación actual colectiva: «Hay un ojo que me mira a todas horas». En efecto, hoy en día pocas esferas pertenecen exclusivamente a nuestra intimidad. Somos vigilados de manera constante. Y esta vigilancia ya no es impuesta a la fuerza, sino que es el individuo mismo quien entrega despreocupado todo lo que antes estaba bajo su control. El resultado es la absorción del sujeto por el poder y su disolución en la colectividad: «Mi mano ya no es mi mano / ahora es la mano que el ojo observa». Al mismo tiempo, puede leerse este poema como una denuncia de la corrupción y del clientelismo político.

Por otro lado, si el individuo es despojado de su personalidad, de su sí mismo, no hay lugar para el arte, pues sin la libertad y la individualidad el arte es imposible. Así nos lo indican estos versos: «Ahora la poesía me desprecia […] / Me resulta difícil recorrer sus confusos laberintos / descender hasta su fondo / desentrañar la verdad y la mentira /dibujar la emoción con la palabra». Tenemos aquí una de las estrofas más lúcidas sobre la situación de la poesía y del arte en nuestra sociedad contemporánea. Si la sociedad no produce sujetos, sino autómatas, el arte no tiene mucho futuro. Con todo, el arte auténtico no soporta por mucho tiempo estas cadenas, de ahí que la rebeldía del artista aparezca en los últimos versos del poema, con ese toque irónico tan propio de nuestra poeta: «Ah, Ojo Divino / maldito seas por los siglos de los siglos / Amén Amén Amén».

Pocas cosas son imprescindibles en este mundo. Pero si hay una que lo es seguro, esa es la amistad. Ni siquiera la locura puede con ella. La amistad, junto con el amor, nos confortan. Es esto lo que destaca el III poema de esta parte.

En el poema IV Rosa continúa el diálogo con sus predecesores. Esta vez acude, además de a alguna de las escritoras anteriores, a Franz Kafka, a Fernando Pessoa, a Carson McCullers, a Walt Whitman, a Jane Austen, a Anna Ajmátova y a Simone de Beauvoir. Pero en este encierro lo que oye son reprimendas: «Escucho las voces de mis antepasados hablándome al oído / me recriminan lo mal que hago las cosas». Entonces añade: «Me he quedado en el corral con las demás gallinas […] / preguntándome en dónde el barro, en dónde el misterio / en dónde la inmaculada concepción de la poesía / en dónde se hallan todas mis carencias / en dónde termina esta fatídica búsqueda».

Cierra el poemario un poema esperanzador. Nuestra protagonista está junto a una anciana que comparte con ella su locura. Se imagina a sí misma volviendo en una nave espacial que se desintegra, es decir, en el delirio más absoluto. Sin embargo, al final se salva. Ni la oscuridad ni la destrucción tienen la última palabra. Es hora de seguir creando. De seguir escribiendo y prolongando la vida y la poesía. Que, en este caso, tienen un nombre concreto: Rosa Silverio.