Yeyén y Teo no eran locos ni en sueño. Uno, agricultor terco; el otro, reconocido pintor de brocha gorda. Los dos, amigos, bebedores de clerén y habitués de Anse –a–  Pitre, Haití, al otro lado de la frontera, sitio ideal para arrumacos baratos.

Pasar la línea imaginaria hacia el país del oeste de la isla, sin autorización oficial, siempre ha sido un delito. En las décadas del sesenta y setenta del siglo XX, sin embargo, la persecusión rayaba en el abuso.

Y los principales perseguidos, como ahora, nunca fueron los traficantes de drogas, armas, azúcar, ajo y otros productos, sino los “clereneros” y buscadores febriles del “cocomordán” de las negras.

Los guardias fronterizos no conocían de alcoholímetros, pero, con solo olfatear el ron haitiano en algún sospechoso, lo llevaban “derechito a la chirola”.

A Ansapito se llegaba a pie, por trillos polvorientos, cercados a ratos por hileras de guasábaras y abrojos. Desde la original calle Juan López hasta allá se llegaba en cuestión de media hora, a pasito lento, por trillos improvisados, atravesando los potreros de  Cervantes, Atila, Basnila, Eduardo Gómez, Pilín…

Los indocumentados terminaron presos por primera vez en sus vidas. Luego serían llevados al tribunal para la audiencia corrrespondiente. El juez Henry era un tipo flaco, 5.6 pies de estatura, avispado, con cara de cómico, voz aflautada y de caminar rápido. Conocía a cada familia de la provincia, incluyendo a los reclusos. Y sabía de antemano que sus andanzas nada tenían que ver con delincuencia. Pero era el juez.

Andrés Pérez Carvajal (Cuello), hijo de Yeyén, comenzó a diligenciar la excarcelación. El abogado de la defensa trazó una estrategia que sus defendidos debían cumplir a pie juntillas. En síntesis, debían declarar que no venían de allá, sino del potrero de Cervantes, donde “trabajaban”. La acusación consistía en que estaban en Haití y cargaban aguacates en sus respectivos macutos.

LA HORA DE LA VERDAD

En el banquillo de los acusados, cuando el juez le ordenó a Teo ponerse de pies. Le instruyó: “Levante su mano derecha y jure ante ese Cristo crucificado que está ahí arriba, a mi espalda, que dirá la verdad y solamente la verdad”.

Teo no titubeó. –“Sí, señor, juro”.

–¿De dónde venían ustedes? Le preguntó el juez. Y Teo contestó sin perder tiempo: –“Del potrero de Cervantes que está en el camino, señor. Trabajamos allá”. El juez volvió a preguntar: –“¿Y esos aguacates? 

–“Del conuco de Cervantes, señor”, concluyó.

Entonces, el juez mandó a sentar a Teo. Y orientó la vista hacia a Yeyén. Procedió al mismo protocolo que aplicó a Teo. Y, como se había comprometido a ayudarle, más que preguntar, le afirmó: –“Usted venía con esos aguacates del conuco de Cervantes, no venía de Haití… ”.

Y Yeyén, con el brazo arriba y la mano abierta, mirando hacia el Cristo, respondió seco: –“No, señor, yo no puedo hablar mentiras delante de Dios. Yo estaba en Haití, y esos aguacates que traigo, son haitianos, comprados en Haití”.

A confesión de parte, relevo de pruebas, repiten los abogados.

Los dos íntimos amigos han muerto. El juez  -dicen- también.

CABOYIYO EL COLILLERO

En Pedernales hubo locos en la calle, pero mansos, como Vientó, Tajoge y Morales Nova. Y otros que no eran tales, sino personajes pintorescos, como Magina y Pompilio: ella, a todas horas, con sus medias deportivas blancas a media canilla, sin importar zapato; él, una especie de Charles Chaplin local, que hacía reír al más entruñado de los mortales.

Pompilio Pérez Heredia había llegado desde Duvergé como parte de un grupo de hombres convidados por Vencedor Bello, para trabajar en Alcoa Exploration Company, la transnacional estadounidense que, durante medio siglo, explotó sin compasión del ecosistema las minas de bauxita del pueblo, y construyó pobreza estructural y enfermedades mortales en muchos de sus empleados. Allí, Pompilio fue cocinero por más de la mitad de su vida de 52 años.

Cuando estaba libre, gustaba de caminar por todo el pueblo, visitar hogares, porque era amistoso, empático. Muchos se desternillaban de risa solo con verle levantar sus cejas, desorbitar y revolver sus ojos, alargar sus labios y recojerlos una y otra vez. Su cara sola ya era una comedia. Su fuerte nunca fue contar cuentos, sino sus ocurrencias repentistas que soltaba en cualquier lugar, incluso el más solemne.

Pompilio solía asistir a los velorios. En Pedernales, siempre han realizado las honras fúnebres en las salas de las viviendas, y han trasladado a los muertos al cementerio en camas de camionetas porque no hay una funeraria ni un carro fúnebre.

Cuando murió el respetado Bienvenido Morillo, uno de los primeros en llegar fue él. Doña Teo lloraba desconsoladamente. Entonces, Pompilio comenzó a hacerle coro y muecas mientras le echaba el brazo derecho sobre la espalda. En eso, la dama pausó en el llanto y le rogó: “Ay, Pompilio, no hagas eso, esto es un asunto muy serio”. Él se aguantó. Pero, al salir de la vivienda, cuando sacaban el ataúd y la muchedumbre se abalanzó sobre doña Teo para darle “el pésame”, se acercó, y ella, al verle, “estalló” en carcajadas. Los demás, también.

Los velorios sin las ocurrencias de Pompilio, no eran velorios. Hasta el día en que murió Barín, en el barrio Mirarmar, camino a la playa. Le esperaban, y llegó. Cuentan que no bien había comenzado con sus muecas y sus llantos de “cocodrilo”, cuando una hija del difunto, indignada, le pegó en la frente con la botella de una “Malta Morena” que se tomaba.

El 12 de junio de 1986 murió a causa de una “úlcera sangrante”. Dicen que hubo planes de despecho por parte de familias dolidas por sus ocurrencias rutinarias. Al final, desistieron. 19 hijos e hijas dejó este simpático hombre, fallecido a destiempo.  

Vientó, un mulato joven de unos 5.9 pies, con cara de viejo, andaba de grupo en grupo y de casa en casa, contando chistes sosos e incoherentes, y soltando carcajadas sin ton ni son, a cambio de unas cuantas monedas.

Así se pasaba los días hasta que marchó a Paraíso, donde, en un negocio cercano al parque, mientras relataba chistes malos, un delincuente lo mató a machetazos.

Yin andaba solitario. Barbudo, andrajoso, alguna vez semidesnudo. Solía ser distante. No tenía fama de violento, pero un terror para los niños de la época.

Tajoge era un joven menudo con “cara de cerdo”. Su retraso mental era profundo. Caminaba lento, dando saltitos, como levitando. Solo pedía ayuda. Así le pasaban los días. Inofensivo.

La simpática Magina era la mujer de los calcetines a mitad de las canillas, con cualquier calzado. Solo ella vestía así. Nunca le vieron sin esas prendas. Siempre anduvo con la cara pintada como carnaval. Su “tire” era permanente, incluso durante sus servicios de  empleada doméstica honesta, que fue su fuente de ingreso de toda la vida.

La vieja Chevé era un personaje. Su vida era criar sus puercas y reses. No comía cuentos con sus animales. Religiosamente visitaba cada mañana diferentes viviendas del municipio a retirar las latas con cáscaras de víveres para alimentarlas. Y en ese trajín era objeto de burla por parte de los muchachos. Y eso la hacía responder con un sinfín de improperios. 

El clerén y el cigarrillo eran la vida de Caboyiyo. Los buscaba hasta debajo de la tierra. Alcohólico y colillero, tal vez único en el Pedernales de aquellos tiempos, podía cambiar la comida por el vicio.

Cuentan que en una ocasión, sentado en el parque central, vio al marino que vigilaba el faro cuando bajaba hacia la playa con un cigarro prendido entre los dedos. Lo siguió con sigilo para recoger la colilla donde la tirara. Pero, al llegar, cien metros más abajo, éste la botó al piso, y la pisoteó. Caboyiyo se puso las manos en la cabeza y masculló: “No hay suerte”.

Caboyiyo tiene limitaciones al hablar, por los “frenillos”. Y cuando estaba borracho, algo común en él, apenas se le entendía.

Borracho le sorprendió una vez la patrulla cuando salía de Ansapito. Estaba “muerto del jumo”. Pero los guardias no entendían ese idioma. Lo llevarían preso a la cárcel del pueblo.

Habían recorrido unos tres kilómetros con él dando tumbos. Se resistía. Los militares le apuntaban con los fusiles. Al llegar al parque, él se tiró al suelo, Los guardias le advertían: “Caboyiyo, evita; evita, Caboyiyo”. Nada de obedecer. Y le repetían: “Caboyiyo, evita; evita, Caboyiyo”.

Y desde el piso, él le respondió: ¡Qué evicrá ni qué evicrá, coño; mejor muecro, coño! Pero no le valió. Despertó de su borrachera detrás de las rejas.

Muchos años después, Caboyiyo dejó el ron y el cigarrillo, se armó con una biblia, compró una motocicleta y se enganchó a motoconchista. Y ahí anda, en Pedernales, vivito y coleando.