En ocasión a la segunda toma de posesión del presidente venezolano Carlos Andrés Pérez en el año de 1989, el líder de la Revolución Cubana Fidel Castro coincidió con el entonces presidente de nuestro país (República Dominicana) Dr. Joaquín Balaguer, quien había asistido al acto oficial en su condición de primer mandatario. Allí conversaron animadamente de diferentes temas y como era de esperarse, la prensa aprovechó para tomar algunas fotografías que retrataraN la conversación sostenida por ambos mandatarios.

Entre las fotografías publicadas por la prensa hubo una que llamó particularmente la atención. En ella se podía ver a un Joaquín Balaguer formalmente vestido, sentado correctamente con la típica pose protocolar y con el temple que le caracterizaba. Sin embargo, contrario a lo proyectado por el Dr. Balaguer, contrastaba lo reflejado por el líder cubano en la forma en que hallaba sentado. Conforme a la imagen captada en la fotografía, Fidel Castro se encontraba tumbado en el sofá mientras una de sus piernas yacía reclina en el asiento. Dicha foto, para trivialidad del ojo crítico, llamó la atención.

En una sociedad materialista y reductora de todo lo importante a lo puramente banal, no valen la pena la preparación, la educación o calidad humana en una persona, sino más bien lo que lleva puesto o lo que proyecte en apariencia

La toma de posesión del presidente Carlos Andrés Pérez fue el 2 de febrero del año 1989, y durante los días posteriores al evento se criticó, incluso en términos despectivos, la posición en la que salió Fidel Castro en la foto junto al Dr. Balaguer. ¿Era acaso la manera de sentarse lo que se debía tomar en cuenta en un personaje como Fidel Castro? ¿No era su figura misma y la historia de lucha que él encarnaba algo más importante? ¿No fue Fidel el ideólogo y principal líder de una de las Revoluciones más singulares sucedidas en toda la región de Latinoamérica? ¿Valía realmente la pena tomarle en cuenta la manera en que aquel revolucionario se sentara?

Lamentablemente la humanidad está llena de trivialidades, y para detrimento de nuestra condición social, la forma muchas veces supera el fondo de las cosas. En una sociedad materialista y reductora de todo lo importante a lo puramente banal, no valen la pena la preparación, la educación o calidad humana en una persona, sino más bien lo que lleva puesto o lo que proyecte en apariencia.

Es lamentable, pero es cierto.