Entre 1926 y 1930 las grandes Antillas hispanoparlantes tuvieron su “gran huracán” con un saldo importante de daños a la infraestructura urbana, edificios, agricultura, arborización y enormes pérdidas humanas y materiales.
El 20 de octubre de 1926, La Habana fue víctima del llamado “Ciclón del 26”, uno de los más devastadores que azotó la isla en el siglo XX. Dos años después, San Juan tuvo su gran ciclón el 13 de septiembre de 1928, conocido como el “huracán San Felipe II”, recordado como el más devastador que ha pasado por la ciudad, ahora comparado con María (2017). Santo Domingo, por su parte, quedó marcada el 3 de septiembre de 1930 con San Zenón, con sus memorables consecuencias para la historia política y urbana del país.
El Ciclón del 26 tuvo categoría de 4 en la escala Saffir-Simpson pero sus daños fueron enormes, considerado el de mayor impacto que tuvo La Habana en su historia urbana. Tanto San Felipe II como San Zenón fueron de categoría 5 en la misma escala y de los tres se ha reseñado sobre su impacto en el territorio urbano. Si bien la escala Saffir-Simpson nos da una idea de la fuerza de los vientos y su capacidad devastadora, lo importante es identificar su impacto en la ciudad y en su arquitectura, además de las consecuencias en los sistemas constructivos y normas establecidas. Las destrucciones de las tres capitales se caracterizaron por la pérdida total de su arquitectura tradicional en madera, que servía de alojamiento no sólo a la clase de menores ingresos sino que formaba parte de la identidad del hábitat caribeño en general a través de siglos de adaptación.
Parte de la arquitectura de las zonas de expansión de los centros históricos de La Habana, San Juan y Santo Domingo mostraban techumbres en madera y planchas metálicas o tejas de barro, algunas con inclinaciones pronunciadas que respondían a los estándares de lo que aquí se ha llamado, con el tiempo, arquitectura victoriana. La fuerza de los vientos destruyó cualquier elemento edificado en materiales delebles. Solo quedaron en pie las construcciones en mampostería de piedra, de tapia y de hormigón con lo cual se marcó una ruta de abandono de cualquier construcción en madera relacionada con el imaginario caribeño.
Todos los techos de tejas, madera y planchas metálicas fueron arrancados por los vientos. La resistencia de las bóvedas de piedra de los edificios coloniales y las losas de hormigón armado de las construcciones más recientes envió un mensaje poderoso para que la ciudadanía prefiriera las losas como garantía de seguridad y de durabilidad en el tiempo. En ese sentido, a partir de la experiencia de estos tres huracanes la población asumió que una vivienda estaba terminada cuando se le construía la losa de hormigón para su techumbre. Cualquier otro material era considerado “provisional”. Los esquemas arquitectónicos desarrollados poshuracanes tuvieron en común la preferencia cada vez más de los techos planos de hormigón armado, con lo cual se perdió la imagen de las cubiertas de varias aguas, propia de la arquitectura ecléctica que caracterizó la región del Caribe desde el siglo XIX.
El momento político en que los huracanes afectaron las tres islas era totalmente diferente. Cuba vivía un apogeo constructivo impulsado desde el gobierno de Gerardo Machado (1925-1933), el cual desarrollaba su famoso “Plan de obras públicas” dirigido por el Ing. Carlos Miguel Céspedes, que incluía grandes obras viales y edificios emblemáticos para la ciudad. Cuando el Ciclón del 26 llegó a La Habana, la ciudad estaba inmersa en la elaboración de su Plan Director que contó con un equipo mixto dirigido por el afamado proyectista francés Jean Claude Nicolás Forestier (1861-1930).
San Juan, por su lado, experimentaba en 1928 cierto auge comercial apegado a patrones europeos que fueron confrontados con nuevos edificios emblemáticos que marcaron el rumbo hacia una arquitectura pro norteamericana. Uno de ellos, el González Padín (1923), diseño del arquitecto Francisco Roldán Martino (1890-1988), representó la modernidad en todo el Caribe con su famosa vitrina de memorable referencia. La expansión en San Juan se evidenciaba en los nuevos desarrollos inmobiliarios que buscaban imponer los estándares norteamericanos en su cultura, a pesar de que tuvo que esperarse la década de 1940 para la elaboración de un verdadero plan de inversiones urbanas promovidas por el Gobierno de la Isla, con fondos norteamericanos.
Santo Domingo, en cambio, estrenaba un nuevo régimen justo en 1930. A diferencia de las otras dos ciudades caribeñas la capital dominicana carecía en ese momento de un plan oficial de desarrollo territorial y su dinámica constructiva descansaba en el comercio local. Sin embargo, la dictadura dominicana aprovechó el episodio del huracán para iniciar un programa de inversiones públicas que sirvió de soporte para el discurso de “nueva era" en el cual la eficiencia del dictador “rescató la ciudad” y abrió las puertas para el esperado progreso para la población. No obstante la inexistencia de un plan director la ciudad de Santo Domingo fue escenario del surgimiento de mejoras notables en las vías, los servicios, los edificios y plazas que, a discreción del dictador, se convertían en prioridad.
Fue a finales de la década de 1930 cuando surgieron los primeros planteamientos de diseño para una nueva ciudad de Santo Domingo, ninguno de los cuales logró traspasar la condición de propuesta. Los edificios más representativos de esa primera etapa de la dictadura dominicana actuaron como piezas sueltas dentro de la lista de necesidades para convertir a Santo Domingo en un reflejo de avance, orden, modernidad y progreso.
Entre 1926 y 1930, en La Habana se edificaron obras importantes: se proyectó el Paseo del Prado, la avenida del Puerto, el parque Central, el parque El Maine, la avenida de Las Misiones, entre otras; todas dentro del plan para la ciudad puesto en marcha por el gobierno de Machado, con antecedentes en los gobiernos de Mario García Menocal y Alfredo Zayas y Alonso. La idea de rescatar y mejorar los edificios se sumó a la construcción de edificios de gran escala como la Compañía Cubana de Teléfonos (1927), el Capitolio (1929), la Universidad de La Habana (1906-1940) el hotel Nacional (1930), el Bacardí (1930), todos dentro de los planes urbanísticos que el Estado cubano impulsó.
Es evidente que un plan de tan grandes alcances aún no estaba en el pensamiento gubernamental dominicano de la misma época, a pesar de que existía un consenso de que Santo Domingo requería un impulso para su desarrollo. El desastre de San Zenón permitió al dictador utilizar las recomendaciones de la Misión Dawes para promover un ajuste extremo de los gastos y un saneamiento real de las finanzas dominicanas, tan deterioradas desde la salida del gobierno interventor en 1924, a partir de lo cual se concentró en invertir en obras públicas e impulsar un ideal de bienestar representado en las vías públicas y en sus edificios: “En lo que respecta a la ciudad Capital de la República, el ciclón del 3 de septiembre último, planteó nuevos problemas sanitarios en adición a los existentes con anterioridad a tan fatal acontecimiento. Fué (sic) esta la ocasión que aprovechó el Gobierno para imprimirle nuevos alientos a ese ramo de la Administración Pública en todo el país. Las ciudades han sido limpiadas en sus vías públicas y en aquellos sitios privados que han requerido la intervención de las autoridades sanitarias.” (Trujillo, 1931).
De manera que, a diferencia con La Habana, los proyectos impulsados desde el Gobierno dominicano para la ciudad de Santo Domingo fueron motivados por el fenómeno del huracán y tuvo un marcado interés político para consolidar la dictadura. Solo hay que recordar que la transformación urbana de La Habana luego del Ciclón del 26 no condujeron, necesariamente, a una exaltación de la figura de Machado, tal como sucedió con el dictador dominicano con las consecuencias del ciclón del 3 de septiembre de 1930. La muestra más evidente del uso político de una acción tan necesaria en el territorio urbano fue el cambio de nombre de la ciudad de Santo Domingo, en 1936, con el apellido del gobernante de turno.
En el caso de San Juan, la historiografía de la Isla establece que el 1941 el año de inicio de la “revolución pacífica”, un programa de enorme impacto en el territorio urbano con la proyección y construcción de obras de infraestructura, desarrollo inmobiliario, erección de edificios públicos, aumento de espacios públicos y localidades para servicios comunitarios. El gobernador Rexford G. Tugwell contrató los servicios de las mejores oficinas de arquitectos locales y norteamericanas para relanzar a Puerto Rico e impulsarlo a su desarrollo definitivo. Este programa estaba muy lejos de las consecuencias del huracán San Felipe II, de 1928.
La década del treinta marcó diferencias entre las tres capitales caribeñas. Si bien La Habana mantuvo un impulso constructivo en una década de gran inestabilidad política en Cuba, Santo Domingo fue la ciudad que recibió un impacto mayor con la inversión de fondos públicos para obras importantes. Para San Juan, en cambio, los treinta fueron años de transición hasta su modernización definitiva en la década siguiente. Tres huracanes seguidos en las tres capitales vecinas con grandes diferencias en el desarrollo territorial urbano.
_______________________
Notas
Trujillo Molina, R. L. (1931). Mensaje en el que el Honorable Presidente Trujillo rinde cuenta al Congreso Nacional d eso ejercicio durante el año 1930, el 27 de febrero de 1931. La nueva patria dominicana, Santo Domingo, pp.45-46.