Cada mañana, desde que se declaró la cuarentena por la epidemia, me paro en mi balcón, veo el cielo azul y brillante, siento la brisa fresca. Oigo y veo gorriones y palomas revolotear entre las ramas de la trinitaria que trepa por los balcones del edificio. Veo la calle, desierta y sin vehículos, todo esto me parece un día festivo cualquiera. ¡todo tan normal!
He pasado por otras situaciones de emergencia en la que se decretaron quedas y, mas que cuarentenas, acuartelamientos voluntarios. Desde los de el ajusticiamiento de Trujillo en el 1961, cuando el silencio se hizo físico sobre una ciudad desconcertada, asediada en su momento por los “paleros de Balá”. Durante el golpe de estado a Bosch el 25 de septiembre de 1963 , con la irrupción en el escenario nacional de los “cascos blancos” y la ofrenda de Manolo y los muchachos del 14 de junio, herederos de la Raza inmortal del 59, que demostraron con creces que bien sabían donde estaban “las escarpadas montañas de Quisqueya”.
Luego vino la guerra de abril del 65, con aviones y barcos disparando al Palacio Nacional, un pueblo en armas reclamando la Constitución del 63, los muertos en las aceras, la fatídica invasión de los “cuarenta y cinco mil hijos de perra” del Versainograma a Santo Domingo de Neruda y el coronel heroico asumiendo el rol que los políticos no asumieron solo para caer asesinado posteriormente, de nuevo, en las montañas de Quisqueya.
En 1979, con apenas un año del mejor de los gobiernos que hemos tenido en nuestra joven vida democrática, nos azotan el huracán David y la tormenta Federico, que destruyen buena parte de la infraestructura del país, principalmente de la ciudad de Santo Domingo, causando muerte y desolación a su paso y dejándonos sin suministro de agua y sin energía eléctrica varias semanas.
En 1984, de nuevo en abril, durante el gobierno de Jorge Blanco, tuvimos la poblada posterior a Semana Santa. Ese día recuerdo haber salido con Emilio Brea muy temprano hacia San Pedro de Macorís, donde impartíamos docencia. Era día de pago y la idea era ir a cobrar. Saliendo de la ciudad, en mi pequeño Mazda 323, cruzando el puente de la bicicleta, notamos una serie de columnas de humo que subían a lo lejos pero no le dimos importancia. En San Pedro, en el restaurant donde almorzábamos, se nos acercó un mozo y nos dijo “ Ustedes son de la capital, ¿verdad? ¿Y no saben lo que está pasando?” así nos enteramos de la poblada y los muertos. Apenas pudimos cruzar el puente de regreso.
En el 1998 fue el huracán George quien golpea la capital, aunque no con tanta fuerza como en 79. La ciudad quedó en silencio y solo se oía, en los barrios marginales, el continuo martilleo que testimoniaba la reconstrucción de las casuchas devastadas, un increíble ejercicio de resiliencia urbana que tuve la oportunidad de vivir acompañado por Pablo Morel, Geo Ripley, Luis Guzmán y Oscar Barahona, cuando trabajábamos el proyecto RESURE.
En todas esas situaciones la ciudad estaba físicamente afectada, destruida, desordenada. El peligro era evidente: tiroteos, ventarrones y patrullas disparando. Se veían los arboles y postes tirados en medio de las calles. Oíamos los tiros y nos enterábamos del amigo muerto por los disparos de los yanquis
En esta ocasión, nada parece afectado, todo parece normal.
Como dice la canción de los Beatles Dear Prudence (https://www.youtube.com/watch?v=wQA59IkCF5I):
The sun is up, the sky is blue
It’s beautiful and so are you
Como decía al principio:
Cada mañana, desde que se declaró la cuarentena por la epidemia, me paro en mi balcón, veo el cielo azul y brillante, siento la brisa fresca. Oigo y veo gorriones y palomas revolotear entre las ramas de la trinitaria que trepa por los balcones del edificio. Veo la calle, desierta y sin vehículos, todo esto me parece un día festivo cualquiera. ¡todo tan normal!
Sólo nos queda el silencio.
¡Y eso es lo que mas me aterra!