En la primera parte de este artículo se abordó la aparente crisis que afecta a las religiones, principalmente las de denominación cristiana, y que algunos sectores del cristianismo suelen llamar al fenómeno “La apostasía de los últimos tiempos”. El término “Apostasía” hace referencia a la renuncia de una persona a sus convicciones de fe, a su afiliación religiosa o política. En este caso, la apostasía que experimenta el mundo occidental se refiere a la separación voluntaria de los hombres con los dogmas cristianos y no así con las creencias en otras doctrinas. Es cierto que en casi todo el mundo occidental se está experimentando una negación a la fe cristiana, sin embargo dicha deserción no es armónica con el sentimiento de religiosidad que impera en el orbe. Las sectas, las creencias en la Nueva Era, el retorno al paganismo o a la adoración de dioses antiguos, la mitología, las prácticas de meditación trascendental, el gnosticismo, entre otras expresiones de la espiritualidad van en aumento.
El cristianismo parece perder el imperio de la religiosidad y, a la par de aquella terrible desventura, crecen las creencias en cuestiones que rayan casi en la superstición. El profesor de teología y sociología de la religión, Stephen Bullivant, sorprendido ante la deserción de cristianos en Europa aseveró “que lo más sorprendente de todo es la inmensa cantidad de personas que se declaran sin religión y que frente a dicho fenómeno los lideres eclesiásticos deben prestar pronta atención si es que quieren mantener viva la religión cristiana”. Al menos en Europa, el declive de la religión cristiana es innegable, estimándose que menos del 40% de las personas son auténticamente cristianas.
Se cuestiona la opulencia que muestra el Vaticano y las páginas oscuras que escribiera la iglesia en tiempos de la inquisición; todo ello en razón de un Cristo que predicara todo lo contrario
La desestimación del cristianismo se refleja esencialmente en la fuerza que vienen tomando algunas corrientes sociales y de pensamiento que entrarían en pugna con los valores cristianos. Uno de ellos son los derechos que vienen adquiriendo, cada vez más, las comunidades LGBT. Para un cristiano, es irreconciliable la unión homosexual con el precepto divido de las nupcias entre un hombre y una mujer, sin embargo, las relaciones homosexuales en occidente ya no solo son vistas como algo normal, sino que en muchos países han alcanzado legalidad y hasta aquiescencia por parte de algunas iglesias “cristianas”.
El aborto, por otro lado, es para los cristianos un acto de terrible inmoralidad cuya ejecución es considerada como un pecado mortal. No obstante a la posición firme de la iglesia, los abortos, llevados a cabo en circunstancias muy particulares, vienen aprobándose en una significativa lista de países. La legalización de las drogas, las ideologías de género y la condición cada vez más decadente de la moralidad social son signos inequívocos de que el mundo ha sustituido a Dios por otras convicciones.
Ante esta realidad, motivo de celebración para algunos pero objeto de preocupación para otros, debemos preguntarnos ¿Qué ha ocurrido que el mundo cada vez más pierde su fe cristiana y desdeña sus valores? La respuesta la podemos hallar quizás en el hecho de que aquellos que están llamados a dar buen ejemplo de la fe que profesan son precisamente los que violan, a veces impunemente, los valores que dicen atesorar. Se hace incomprensible para muchos que siendo el cristianismo una doctrina moral que prefigura la pobreza, o al menos la austeridad, como un valor casi divino sea precisamente el medio que muchos prelados, o ministros de las iglesias protestantes, utilicen para enriquecerse a costa de la fe ajena. Es indignante, para otros, que cada día más surjan denuncias de que el clero de la iglesia católica esté plagado de individuos de sexualidad desviada, incurriendo algunos en el crimen de violación no solo de mujeres, sino incluso de niños inocentes. Se cuestiona la opulencia que muestra el Vaticano y las páginas oscuras que escribiera la iglesia en tiempos de la inquisición; todo ello en razón de un Cristo que predicara todo lo contrario.
Son aquellos comportamientos por parte de los “representantes de cristo en la tierra” que han hecho mermar la fe de miles y miles de personas que se autoproclaman incrédulas de los sermones de una religión incoherente; prefiriendo en cambio construir su espiritualidad desde perspectivas un poco más íntimas y personales. Lo que las iglesias no dicen es que están en declive, que necesitan con urgencia volver a la mística del cristianismo primitivo, aquel que fue capaz de conquistar los corazones de miles y millones de personas sedientas de justicia y sedientas de amor, porque de lo contrario ser cristiano ya no será para muchos un motivo de orgullo, sino una razón de vergüenza y enajenación moral.