Los partidos políticos han fracasado, no encarnan ya ninguna esperanza de redención, pueden airear un discurso que juzga como “conciencia” al dominicano, pero sus estrategias explotan la ignorancia y la miseria material convirtiéndolo en objeto. No hay proyectos sociales, esas “instituciones públicas” que son los partidos solo han hecho cundir las esperanzas abortadas, las esperas inútiles, el sueño desilusionado. La primacía formal del juicio derivado de la experiencia es que, en la República Dominicana, la partidocracia solo sirve para el ascenso social, el enriquecimiento individual, y no para expandir el bien común.
Y su plataforma ha sido la concepción patrimonial del Estado. ¿No es esta ideología el “aceite” que mueve el accionar de los partidos? ¿No se ha incorporado al vivir de los dominicanos la corrupción de sus políticos, como si estuviera cifrada en nuestro código genético, o fuera una sombra rabiosamente aferrada al destino del país? ¿No es esa constante histórica la que recogerán, después de muerto Trujillo, los gobiernos del PR, los del PRD y los del PLD? Con excepción de los siete meses de Juan Bosch, la partidocracia tradicional dominicana ha ejercido un poder personalista que anula la idea de que el Estado sea una relación social compleja, lo que impide un marco racional de todas las ejecutorias públicas. El Estado dominicano ha sido una chaqueta de uso individual, y ha sido siempre indiscernible la riqueza que lo conforma de las fortunas personales de los líderes.
“Miguel Vargas se consideraría pagado con las siglas PRD, que por sí solas dejan más que cualquier empresa de las que él posee”. Ahí están, además, los préstamos, los alquileres, los contratos, los negocios diversos que pueden sobrevenir al manejar estas siglas
Y todo ello ha convertido a los partidos en maquinaria de corrupción. El mejor ejemplo es lo que está ocurriendo en el PRD. Todo el poncho que se tejió para allanar el regreso al poder de Leonel Fernández en el 2016, incluyó el dominio absoluto de la JCE y el Tribunal electoral. Así como el dominio absoluto de la Suprema Corte proporcionaba el manto de impunidad adecuado para evitar sobresaltos, el dúo Tribunal electoral-JCE garantizaba el marco jurídico del retorno. Entonces se planificó lo que podría llamarse “censura estructural”. Un mes y doce días antes de la toma de posesión de Danilo Medina, Leonel Fernández pautó la entrega del PRD a Miguel Vargas. Para ello se blindó en el Tribunal electoral, concitando la unanimidad a partir del convencimiento del único miembro que no tenía un compromiso formal con su persona (provenía del área de la iglesia), pidiéndole que lo ayudara en ese caso. Ese tribunal es una entente derivada del “Pacto de las corbatas azules”, y el otro miembro que no responde directamente a Leonel Fernández es una deleznable figura de la política criolla, que come del alpiste que le da Miguel Vargas. Con esta “censura estructural” que instrumentaliza la “justicia” y cierra todas las vías de articular una oposición consistente, Leonel Fernández, según la estrategia, tiene garantizado el retorno al poder.
Miguel Vargas no ha sido considerado nunca como un opositor, y sus posibilidades de ascenso al poder son tan ridículas que en privado Leonel Fernández se ríe de él a mandíbulas batientes. Tengo testimonio de primera mano de la reunión en Palacio que organizó ese entramado, y de los juicios según los cuales “Miguel Vargas se consideraría pagado con las siglas PRD, que por sí solas dejan más que cualquier empresa de las que él posee”. Ahí están, además, los préstamos, los alquileres, los contratos, los negocios diversos que pueden sobrevenir al manejar estas siglas. Miguel Vargas es, pues, un confuso perdedor por anticipado de las elecciones, y él lo sabe; pero es también alguien que ya está ganando por su papel.
La corrupción es una práctica que se ha expandido en un larguísimo periodo de la historia nacional, pero nunca jamás había llegado a un nivel semejante. Y lo fatal es que todo el mundo lo sabe; que eso sucede únicamente en un país en el cual todas sus instituciones están secuestradas, y los tribunales son caricaturas, y los partidos tradicionales nidos de oportunistas al acecho de la riqueza pública, y no nos guía ni un solo signo al que la idea de un Estado funcional ampare, tanto en el orden práctico como en el moral.