El problema real del PRD trasciende la rivalidad creciente entre  las dos facciones que pugnan por el control del partido, el más votado en las últimas elecciones.

Lo que allí está en juego no es el dominio del mayor espacio de oposición por el expresidente Mejía o por el ingeniero Vargas Maldonado.  No es tan simple.Si así fuera nadie extraño a dos grupos dedicara afanes  o  minutos de su tiempo en ella.

La cuestión radica en que en ese prolongado  conflicto están comprometidos valores importantes del sistema político, el primero de los cuales y más importante es la supervivencia de una oposición con fuerza suficiente para hacer de contrapeso a la acumulación exasperante de poder del partido gobernante, cuyo control de los principales estamentos del Estado, como las llamadas altas cortes, los organismos electorales, el Congreso, el Ministerio Público y la Cámara de Cuentas, entre otros, constituye una amenaza evidente al sistema democrático, al estado de derecho y, por supuesto, a las libertades ciudadanas.

Lo que pasa en el PRD es una descarada intervención de la mano que maneja esos poderes, en evidente connivencia interna, guiada por el propósito de desarticularlo e inhabilitarlo como opción a las elecciones presidenciales del 2016, cuando esa fuerza, maquillada en teatral apariencia de inocencia, aspira a recobrar el poder entregado temporalmente en la transición del 16 de agosto pasado y cuya recuperación depende de la ausencia total de una oposición razonable, con fuerte arraigo popular.

Nada de lo que allí ha ocurrido desde que Vargas asumió el papel irracional de oposición interna a la candidatura que lo derrocó, es ajeno y extraño a esa mano interventora.

Las desgarradoras escenas de violencia que se dieron el domingo fueron una clara expresión de la ira y frustración de la militancia de un partido que se siente  burlado y traicionado.