Lo que está en juego el próximo seis (6) de octubre no es solo la elección de los candidatos que competirán en los distintos niveles en las elecciones venideras en el año 2020. Es mucho más que eso: se trata, en gran medida, de qué tipo de liderazgo podría asumir las riendas del Gobierno en menos de un año. Se trata de decidir sobre dos visiones sobre el quehacer político: una, que cree en el uso indiscriminado de la fuerza estatal para fines inconfesables; que desprecia los valores democráticos que como sociedad hemos alcanzado; que desdeña de la institucionalidad y el Estado de Derecho. Una visión que no conoce de límites y que cree que el ejercicio de la política pende únicamente del dinero y de las arbitrariedades de un poder desarraigado del sentir social.
La otra visión, en cambio, se defiende a través de sus propios hechos. En sus manos las libertades no sufrieron el acoso y el cerco al que hoy son sometidas. Y fue esa la visión que consolidó —por un buen tiempo— esos mismos valores que en la actualidad resisten heroicamente los embates de un liderazgo inconsciente —el enquistado en el poder— de su responsabilidad frente a la historia. Porque en su concepción del poder —de esa otra visión que encarna el presidente Leonel Fernández— la salvaguarda de esos valores no estuvo nunca en entredicho; porque el poder no es un instrumento de avasallamiento para que falsas mayorías impongan autoritariamente su visión. La política no puede reducirse a eso. Y el poder mucho menos. Ya decía Macaulay que “la prueba suprema de virtud consiste en poseer un poder ilimitado sin abusar de él.” Y así lo concibe él.
Quienes piensan que “el poder no puede ser desafiado” no comprenden el contexto institucional en el que nos encontramos. No entienden que hoy día el significado de la democracia va más allá de la celebración de elecciones cada cuatro años. Que la democracia se nutre del pluralismo ideológico, del respeto de los derechos fundamentales de las personas, del libre y buen funcionamiento de las instituciones. En fin, la democracia no se trata ya de los formalismos propios de las contiendas electorales. Y esto, aunque parezca imposible de creer, está en juego el próximo domingo. Porque los desbordamientos de un poder que se cree absoluto empiezan ya a convertirse en parte de la cotidianidad de una sociedad que se reputa dormida, pero que habrá de despertar el próximo domingo; y lo hará con la suficiente determinación como para desterrar, de una vez por todas, los despropósitos de una pavorosa concepción del poder enraizada en una buena parte del Estado.
Esa concepción del poder, esa visión del quehacer político que no repara en las formas; que presagia la continuidad de lo mismo mediante la imposición de un candidato que difícilmente se deshaga del calificativo de marioneta (a pesar de un desdichado eslogan que apela a la sangre); de un candidato que no alcanza a comprender las características de un Estado que cada día se torna más complejo y, peor aún, que no conoce de los desafíos que en el orden internacional se avistan; esa concepción del poder y de la política, reitero, debe encontrar una respuesta contundente de la sociedad dominicana. Una respuesta decidida por parte de aquellos sectores sociales que, aunque no formen parte de los partidos políticos, albergan la esperanza de que esa visión desaparezca; de que la libertad de expresión sea una realidad; de que la intolerancia estatal sea proscrita; de que la función pública no sea puesta al servicio del poder de turno para fines desviados (con el firme deseo de que quienes sirvan a la Administración pública tengan los méritos necesarios para ello); de que la persecución penal no sea el instrumento de sectarismos febriles.
De ahí que no corresponda únicamente a los miembros del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) tan emblemática tarea: también la sociedad en su conjunto —tratándose de primarias abiertas— tiene el deber ineludible de expresar su inconformidad con una Administración que literalmente se encuentra a la deriva del orden constitucional. Lo que está en juego es la perpetuación de ese estado de cosas. Piénselo.