Tras el periodo que trascurrió aproximadamente del 2002 al 2012, donde hubo una mayoría de gobiernos de corte progresista-izquierdista en América Latina, comenzó hace unos años a reinstalarse una corriente de gobiernos neoliberales en toda la región. Es lo que, en otros trabajamos, hemos denominado “el retorno de los privilegiados”. La alineación de una serie de factores extraordinarios tanto internos como externos en nuestros países, permitió el surgimiento de una nueva camada de líderes de corte progresista que, amparados en discursos populistas (en el sentido más laclausiano del término), llegaron a los gobiernos con amplios respaldos populares. Y que, también, lograron mantenerse por muchos años en las presidencias nacionales con altos índices de popularidad y con capacidad de proyección internacional. El péndulo de la historia estuvo a favor de las izquierdas.
Fueron varios los factores que favorecieron aquella suerte de revolución regional a la izquierda. Aquellos años donde se daban los contextos (el momento populista de Laclau) en que surgían estos lideratos, se enmarcaban en el ocaso de las políticas neoliberales que adoptaron gobiernos de raigambre derechista-elitista bajo dictados de organismo como el FMI y el consenso de Washington. La acumulación de políticas de ajuste fiscal a la vez que se inducía a la concentración de riquezas en manos de las oligarquías, fueron generando grandes proporciones de descontento social. Las élites gobernantes no pudieron apaciguar dicho malestar generalizado puesto que, desde una visión técnico-economicista, y carentes de mecanismos de diálogo con las masas tras la ruptura con organizaciones de tipo sindical y movimientos de la sociedad civil, fueron incapaces de satisfacer las múltiples demandas populares que surgían.
En la medida que aumentaban las crisis con impactos muy duros en las clases medias y populares, las élites se vieron sin respuestas. De ese modo, se generaron vacíos en el terreno político ya que los partidos tradicionales de las élites cayeron en el descrédito y desgaste. Con el saldo de que los sistemas de partidos tradicionales (que al final eran instrumentos de los de arriba para gestionar nuestros países conteniendo y “solucionando” las demandas de las clases populares) se fueron al piso. Esos vacíos fueron capitalizados, en la mayoría de los casos, por figuras carismáticas surgidas de lo popular y apoyadas por heterogéneos movimientos sociales que les proveían estructura política.
En ese contexto es que, lideratos populares con nuevos lenguajes y estéticas y articulando diálogos líder-masas simbólicamente horizontales, derrotaron abrumadoramente la política tradicional llegando a los gobiernos. Y desde el gobierno, institucionalizaron las nuevas mayorías mediante la creación de nuevas constituciones e institucionalidades. En cuyo marco desafiaron las élites tradicionales todavía en el poder (si bien fuera de los gobiernos) con leyes que obligaban a grupos oligopólicos a pagar impuestos a las rentas y riquezas acumuladas e implementaron políticas redistributivas que colocaron el debate de clase (y raza) en la agenda nacional como casi nunca antes. Esto es, plantearon alterar los esquemas de relaciones de poder internas en nuestros países caracterizados por oligarquías cuasi feudales clasistas y racistas hasta la médula. Los altos precios de las materias primas, y una China en expansión que demandaba dichas materias, les dieron grandes recursos a estos gobiernos con los que apuntalar sus programas sociales y mantener estables, y en expansión, sus economías.
Pero una vez los factores materiales y, a su vez, sociales y culturales cambiaron esas oligarquías vieron una nueva posibilidad de regresar a los gobiernos. Con una embestida brutal que ha cambiado gran parte del tablero político regional actualmente. Amparadas en un discurso moralista que ha vaciado de contenido político la discusión pública, colocando debates sobre la corrupción en el plano de lo moral y manipulando conciencias con ideas de clase media aspiracional (que no es rica pero desprecia los pobres porque quiere ser como los ricos), las élites han vuelto a los gobiernos. La izquierda, en efecto, perdió la batalla cultural.
Pero tampoco es que haya ganado la derecha. Nuestro planteamiento es que estamos en una fase compleja en la que los significantes necesariamente han pasado a ser otros. Donde la discusión no está en el eje derecha/izquierda (a nivel de discurso que no en el material puesto que la contradicción entre acumulación de las élites y expectativas de las mayorías se mantiene intacta) sino que condicionada por otros imaginarios propios de sociedades líquidas (Bauman). Fenómenos como el de las redes sociales, donde todo pasa por las imágenes y lo pasajero, han colocado los horizontes de la gente en otros lados. Y toca interpretar esto para volver a construir hegemonía desde lo popular y emancipatorio. Derechas como las de Macri en Argentina han entendido esto, y es precisamente desde ahí que construyen sus narrativas.
Y, tengamos en cuenta que la agenda de las élites latinoamericanas actualmente se basa en tres elementos fundamentales: judicializar la política llevando líderes progresistas a los tribunales para desde ahí anularlos política y electoralmente; sentenciar mediáticamente estos líderes bajo rumores de corrupción y repitiendo goebelianamente en los medios masivos que fueron (y son) “corruptos” para que en el imaginario popular en efecto sean asumidos como culpables; y moralizando la discusión política con el eje de la corrupción como pivote, de forma que la gente naturalice que “todos los políticos son corruptos” con lo cual se desmovilizan las masas y se les quita la mayor arma que tienen las izquierdas que es justamente la movilización ciudadana. Todo esto, impulsa el surgimiento de nuevos lideratos de corte empresarial y globalistas que encierran la discusión pública en las lógicas empresariales de la eficiencia y el rendimiento. Macri y Duque en Colombia son dos productos muy acabados de esto último.
El triunfo de Andrés Manuel López Obrador es un bálsamo ya que, precisamente, pone freno a esta embestida de las élites regionales ganando abrumadoramente con un discurso progresista que subvierte toda esta lógica neoliberal en el plano de la narrativa. López Obrador politizó a las masas mexicanas contra unas élites dirigentes y económicas que las preferían adocenadas y calladas. Puso en el centro discusiones centrales sobre la desigualdad, los privilegios de unos pocos, la soberanía nacional y el gobierno al servicio de la gente.
La hegemonía de las derechas que han vuelto a los gobiernos se basa, como vimos, sobre todo en un relato. Y, al ser así, se advierte una hegemonía endeble puesto que es un relato que la propia realidad puede desmontar (lo cual ya le está pasando a Macri en Argentina y por ello la actual vulnerabilidad de su gobierno). La hegemonía que construyeron los gobiernos progresistas en la década pasada estuvo cimentada, en buena medida, en transformaciones materiales tangibles que modificaron los medios de reproducción de vida de millones de latinoamericanos. Había, desde luego, un relato y una estética de lo popular, pero ello iba de la mano de una materialidad. La batalla cultural se perdió precisamente porque no se logró traducir esa materialidad en sentido común nuevo. Esto es, en nuevos horizontes desde los que la gente organizara y proyectara sus vidas.
La extraordinaria victoria de López Obrador es importante de cara al reposicionamiento de las fuerzas progresistas en la región por tres elementos claves: 1. da un giro nuevamente hacia lo popular-progresista en la región debido al peso específico y simbólico que tiene México; 2. vuelve a colocar en el centro la política de demandas populares y movilización, esto es, la politización como forma de gestionar lo político y generar adherencias ciudadanas; y 3. debilita sustancialmente el injerencismo neocolonial e hipócrita que, timoneado desde Washington, gestionan países de la región -sirviendo de peones- en contra de países gobernados por líderes y procesos políticos que no responden a los intereses imperiales y trasnacionales.
De momento triunfamos todos en la región en esos tres órdenes. Queda por ver qué, efectivamente, termina siendo López Obrador en la presidencia. Sobre todo, qué le permiten hacer las circunstancias y la pléyade de factores (económicos, geopolíticos, política interna, sociales, culturales, etc.) que condicionarán su mandato. Debemos estar atentos y, desde nuestras singularidades nacionales y posibilidades materiales, apoyar para que sea un proceso fuerte el encabezado por López Obrador. Porque de esa fortaleza vamos a beneficiarnos todos los que luchamos por una América Latina soberana, próspera, justa, pacífica y humana. Eso sí, dando la lucha desde horizontes y discursos progresistas atemperados a los tiempos que sean estratégicos y en diálogo con el mundo de hoy.