El brutal asesinato de la joven Emely, cuyo cadáver fue finalmente encontrado en el interior de una maleta arrojada en el costado de una carretera, con el útero destrozado y un fuerte golpe en el cráneo,  deja al descubierto la cara más terrible de una espantosa realidad dominicana que no podemos seguir negando.

La joven de apenas dieciséis años, con toda la vida por delante, con una vida en el interior de su cuerpo, con toda la ingenuidad y la bondad que solo puede tenerse en la adolescencia, cuando todavía estaban en su retina los cariños familiares y los juegos infantiles, mantenía relaciones con una persona mayor, joven, sí, pero mayor que ella.

La ley asegura la protección de los menores y las relaciones sexuales de un adulto con una fémina sin mayoría de edad legal están penalizadas. Pero nuestra sociedad vive de espaldas a las personas. La desprotección de la infancia en una nación castigada por la inoperancia policial, por el abandono a su suerte de los menos favorecidos y los pobres, el desarraigo familiar o la ignorancia por falta de educación son males cotidianos. El machismo y el trato de superioridad del hombre con respecto a la mujer son el reflejo de un fracaso nacional con las mujeres dominicanas.

Necesitamos un cambio en la educación y en la cultura de nuestro país, en el respeto a las mujeres, en el cumplimiento de la ley, en impedir el machismo, en perseguir a quienes obligan a las adolescentes a abortar contra sus sentimientos de maternidad, en quienes abusan de ellas, se aprovechan o las violan

Emely es víctima doble: de un aborto provocado, de un golpe mortal, del abandono de su cuerpo en una miserable maleta al borde una carretera. Un crimen horrible ejecutado con extraordinaria calma por unos presuntos asesinos perversos y malvados, pegados a las cercanías del poder político, beneficiarios del privilegio de su comodidad económica.

Emely es el ejemplo de una corrupción moral que asola a nuestra nación. De un mal que no da valor a la vida humana, que desprecia el papel de la mujer relegándola a servir en los hogares, criar solas a sus hijos en muchos casos mientras el marido, que cobra subsidios para ir al colmado, elude su responsabilidad patriarcal.

Y el problema no solo es ese. Ahora, el caso de la pequeña Emely en manos de la justicia dejará ver el doble modo en que se afrontan los casos legales en nuestro país: de un lado una familia acomodada, cercana a los despachos del poder, con posibilidades económicas; de otro, una familia devastada por el dolor, sin recursos,  que necesitaría de unos servicios jurídicos públicos con calidad y nivel suficientes para garantizar un veredicto justo ante tan horrible crimen.

Me pregunto si la muerte no hubiera movido las conciencias de los vecinos de Cenoví, de San Francisco de Macorís, de toda nuestra República y de la comunidad dominicana en Nueva York, se hubiera tratado este caso con la atención y la diligencia policial que hemos visto, y si el asesino y la inductora intelectual del crimen hubieran tenido que responder con la contundencia que ahora se les demanda.

Necesitamos un cambio en la educación y en la cultura de nuestro país, en el respeto a las mujeres, en el cumplimiento de la ley, en impedir el machismo, en perseguir a quienes obligan a las adolescentes a abortar contra sus sentimientos de maternidad, en quienes abusan de ellas, se aprovechan o las violan, en la organización policial, en la justicia que debe hacer responder a los culpables y asegurar el derecho a la defensa y al juicio justo a quienes no poseen más bienes que sus derechos y su dignidad.

Descansa en paz, Emely