La publicación en el país de las filtraciones en Wikileaks de los cables enviados por la embajada estadounidense a sus superiores en Washington tiene mucho de positivo para el país. A la larga, también podría tener efectos negativos.
Los primeros cables publicados sobre otros países generalmente se referían a discrepancias entre los gobiernos como parte de sus normales relaciones exteriores, y a asuntos de personalidad y de ideologías de funcionarios, políticos en el poder o con expectativas de llegar, que pueden revestir interés para el gobierno norteamericano.
Pero desde que se publicó el primer cable sobre la República Dominicana, el tema se refería a corrupción. Y aunque en los subsiguientes han aparecido, y sin dudas seguirán apareciendo, muchos comentarios que se inscriben dentro del ámbito de la chismografía diplomática, o de intentos del imperio para condicionar las políticas internas, probablemente la mayoría seguirán refiriéndose a funcionarios y políticos corruptos.
Y eso es bueno que el pueblo lo conozca. Porque si bien es cierto que muchas de las cosas mencionadas y de los funcionarios aludidos ya han sido parte del rumor público, y en algunos casos se habían mencionado en la prensa y hasta en despachos judiciales, el impacto tiende a ser mayor cuando se sabe que han sido tratados en documentos oficiales de tal naturaleza.
Y además, es bueno que se vuelvan a divulgar y a discutir, para dificultar el olvido, que ha sido siempre el gran aliado de los corruptos. Con seguridad que, tras el desmentido de los personajes envueltos o de las instituciones que los abrigan, más la retahíla de descalificaciones e insultos a los que escribieron los referidos cables, la mayoría terminarán olvidados poco después.
Pero quizás algún caso llegue a desencadenar la acción pública y la justicia se vea obligada a actuar, y el castigo sea algo más que el temor a la suspensión temporal de una visa.
O quizás algún funcionario no soporte la afrenta y presente su renuncia, o su Presidente (u otro, quien sea su superior), en vez de salir a defenderlo decida destituirlo.
O se genere tal escándalo que nueva cierta presión ciudadana que obligue a uno u otro a actuar.
O quizás después el votante se acuerde de ellos el día de las elecciones, y eso le conmueva y condicione su voto.
O al menos, que conste para la historia, de modo que después no los presenten a nuestros hijos y nietos como los abnegados servidores sacrificados por la patria, como tantos otros de personajes antiguos que, tras ser tremendos asesinos y corruptos, ahora sus nombres adornan calles y avenidas, plazas y aeropuertos, cual verdaderos padres de la patria.
Pero también pueden surtir un efecto negativo, y es que de tantos cables, de mencionar a tantos personajes, a los ciudadanos terminen por resbalarles los nombres y los hechos, o por pensar que nada importa, que todo da igual, porque todos los hombres públicos son iguales. Y que el pueblo termine por ser más permisivo y más olvidadizo de lo que históricamente ha sido ante la corrupción.
Podría ocurrir que escandalosos acontecimientos corruptos terminen pareciendo tan normales como patrones de comportamiento ya bien enraizados entre los dominicanos. Como he escrito en otras ocasiones, conozco de países en que el escándalo de corrupción más grande registrado en años es el uso de un carro oficial por parte de algún funcionario público para asistir a una reunión del partido, u otros en que el mayor escándalo fue que un síndico pavimentó un camino y puso un cartel atribuyéndose el mérito, diciendo que fue en su gestión.
En más de un país casos de esta naturaleza han devenido en escándalo público, que han ocupado la atención de la ciudadanía, de los medios de comunicación y hasta de la acción judicial.
Pero en la República Dominicana este tipo de actuación ya se ve como lo más normal del mundo, porque la gente entiende que corrupción es otra cosa.