El diccionario de la Real Academia de la Lengua española define el vocablo tradición como la transmisión de hechos, doctrinas, ritos o costumbres de generación en generación. Nótese que en la tradición no hay atisbo de verdad absoluta o dictado particular, se trata fundamentalmente de un acto cuya esencia lleva implícita la repetición. Cognitivamente, no nos preguntamos las razones existentes detrás de su ejercicio ni el por qué las seguimos tan fielmente; no se cuestiona tampoco su naturaleza supersticiosa, su (falta de) lógica ni verdad, a menos que nos asumamos iconoclastas destructores de imágenes. Lo tradicional, pues, logra ser casi inviolable por poseer categoría propia, peso específico social y cultural, e incluso estatura psicológica.
Tal es el caso del tradicional año nuevo, o la fiesta de fin de año, dependiendo en qué lado del calendario nos coloquemos al evocar a Janus, el dios romano de las puertas, los comienzos y los finales a quien Julio Cesar rindió homenaje con el primer mes del año, Januarius, (Janeiro, Enero). El 31 es un acontecimiento sobre el cual pocos pueden negar el carácter eminentemente celebratorio que arrastra en sí mismo ni el espíritu de jolgorio popular que le caracteriza. Así lo demuestran los millones de seres que participan en el ritual de su espera frente a las playas de Copacabana, en el Times Square neoyorquino o ante la imponente puerta de Brandemburgo del histórico Berlín champán en mano, pirotecnia a la vista y caderas al aire. Algunos, sin embargo, aprovechan la ocasión para dudar o cuestionar; para pausar y meditar ante la ocurrencia de tal fecha y preguntarse, como pretendemos nosotros aquí, sobre lo que ha ocurrido en el año que termina.
En términos estrictamente occidentales, el año nuevo es la fecha escogida por la bula Inter Gravissimas, emitida en 1582 por el Papa Gregorio XIII con el propósito de redefinir la llegada de la última noche del calendario anual. Se entendía que el calendario anterior impuesto por Julio César en el año 46 d.C. adolecía de inexactitudes ya que erróneamente asumía una duración más corta del año hecho que provocaba, junto las variaciones de los equinoccios continentales, que el año se atrasase un día cada siglo. Para los tiempos de la modificación gregoriana ya el calendario arrastraba 14 días de atraso, mas, el Papa sólo corrigió diez razones por la cual algunos cuestionan todavía la certeza de nuestras cronologías actuales.
Han sido muchas las dudas suscitadas posterior a tal imposición por lo que no debe sorprender el que anden por ahí tres calendarios más cronometrando el existir de los musulmanes (el Muharram), los chinos (donde el 2016 es el año del perro) y los judíos que renacen en cada Rosh Hashana, cada uno de ellos dotados por supuesto de una connotación místico-religiosa particular. A título de ejemplo, obsérvese que por mucho tiempo el primero de enero representó una ocasión trascendental para el antisemitismo no sólo porque el césar había expulsado a los judíos de Galilea justamente un primero de enero, sino porque sus defensores asumieron dicha fecha como el inicio del reino de la cristiandad y la muerte del judaísmo.
¿Qué sucedió a cada uno de nosotros en este 2016 que finaliza? En el transcurso de sus trescientos sesenta y cinco días, simple y llanamente, fuimos sobre todo animalescamente instintivos: respiramos siete millones de veces; latimos (sin percibirlo) al ritmo del corazón en 37 millones de ocasiones; los afortunados, ingerimos seiscientas libras de alimentos porque nuestro cuerpo así lo exigía; salivamos incesantemente 365 litros en el interior de nuestras bocas; y por supuesto, no faltaba más, defecamos, unas 118 libras durante todos esos días. También, cuasi instintivamente, y no muy diferente a lo sucedido al resto de los animales, suspendimos la mirada parpadeando seis millones de veces; intentamos comunicarnos emitiendo millón y medio de palabras a través de nuestro aparato fonador, y nuestros encuentros carnales fueron compartidos en setenta coitos.
Si asumimos que el ordenador representa el oráculo de la modernidad, Google constituiría entonces la encarnación de su voz y la de los seres que la pueblan, es decir, sería el espejo de nosotros mismos. Así, la forma y el uso que demos a dicha poderosa plataforma de búsqueda podrían considerarse un libro abierto en cuyas páginas se inscribirían el pensar y el sentir del hombre contemporáneo; en los reportajes anuales de los “trending topics” (el listado de los temas más buscados en Google por los millones de usuarios en todo globo) estarían entonces resumidas nuestras preocupaciones más perentorias, digamos, la huella indeleble de nuestro existir moderno. Dicha empresa acaba de informar al mundo que en el año que finaliza las búsquedas más frecuentes, en orden de frecuencia, fueron Pokémon Go, iPhone7 y Trump. Respetuosamente, saque usted, lector, sus propias conclusiones.
Es justo recordar en el contexto de las lucubraciones aquí depositadas que durante el primer milenio de existencia humana se pelearon 96 guerras y que en los primeros 16 años transcurridos en el tercer milenio ya se han desatado 75 conflictos bélicos, la mayoría de los cuales persisten en 2016; observemos que en el año que finaliza se cometieron 450 mil homicidios en todo el mundo a manos congéneres; y, que penosamente, en el mismo periodo alcanzamos un record histórico de emisiones de gases contaminantes: unas 15 mil toneladas métricas. Por supuesto que ante tales cifras cualquiera podría preguntarse dónde fue a parar el Homo sapiens moderno, el portador del cerebro contemporáneo que según los neurocientíficos nos capacita a organizar 60 mil pensamientos diarios; dónde está ese sujeto pensante distanciado de los animales que con demasiada frecuencia parecería haberse esfumado de la faz del planeta.
Las estadísticas esbozadas en estos párrafos fueron reportadas por la archiconocida organización sin fin de lucro National Geographic en un maravilloso documental titulado The human print, “La huella ecológica del hombre”, en el que se narra nuestro existir durante el transcurso de un año y donde se nos informa también sobre asuntos de naturaleza altruista relevantes a la especie. Como los 1,338 sueños que tenemos cada año aunque no recordemos la mayoría. Sí, el soñar, fenómeno netamente humano, deberá ser quizás el acto más esperanzador que como entes provistos de raciocinio nosotros ejercitemos al pensar en el porvenir; con ese acto, donde fantasía y renovación van de la mano, lograríamos enfrentar con mejor suerte ese futuro que con cada vez mayor frecuencia, y en el contexto de las desilusiones que nos dejará el 2016, anticipa aprehensión, desazón e incertidumbre.
Soñemos, pues, con la mirada dirigida al 2017 y no olvidemos en ese proceso el amar y el sentir, acciones que representan al hombre que cada año acumula siete litros de lágrimas en los rincones del ojo aunque sea incapaz (o no necesite) derramarlas.