Mientras Chávez agonizaba en Cuba, un antiguo conductor de guagua, Nicolás Maduro, se aprestaba a tomar el poder en Venezuela. No poseía ninguna formación intelectual ni hablaba idioma extranjero alguno. Pero, por su lealtad al militar golpista, había ejercido ya de Ministro de Exteriores y, por unos meses, de Vicepresidente de la República. A la muerte del Comandante, y en un país donde Chávez había acaparado los focos hasta el sobrecalentamiento, Maduro no era nada más que un corifeo del difunto. Sin el talento de su padre político, sin carisma, sin formación ni habilidad dialéctica, el antiguo conductor de guagua trató de aprovechar la sombra alargada de su predecesor.

Amparado en la mitología martirial del Comandante (al que Maduro citó, durante 16 días de campaña, un total de 3,456 veces), logró hacerse con el poder en Venezuela. Para ello recurrió al uso perverso de todos los medios del Estado. Desde la televisión pública VTV, que dedicaba horas al candidato oficialista, frente a unos pocos minutos concedidos a Capriles, hasta la compra de votos a través de regalos masivos (como los 20,000 autos otorgados a militares). Más importante todavía, por lo que implica de ausencia real de democracia, fue el manejo torticero que se hizo del Tribunal Supremo y del Consejo Nacional Electoral, que negó una auditoría completa de los resultados de las elecciones, pese a la demanda de Capriles (que documentó miles de casos de fraude electoral).

¡Qué turbio aparece el destino de Venezuela! Un país que, pese a contar con las mayores reservas de petróleo del mundo y producir 2,8 millones de barriles por día, contempla como las instituciones, las infraestructuras, la economía y la sociedad civil se deterioran día tras día. Hasta el punto de que, a imitación de la cartilla cubana, comenzará el 10 de junio en Maracaibo un programa oficial de racionamiento. Se dilapida el petróleo (se regalan 100,000 barriles diarios a Cuba, se llena un depósito de 10 galones en Venezuela por menos de un dólar…), mientras escasean los víveres y las medicinas. Los secuestros y los asesinatos se suceden, mientras los asesinos campan a sus anchas con total impunidad. En el primer trimestre del 2013, y según cifras del gobierno, se registraron 3,400 homicidios. Las previsiones económicas son desoladoras: acumulación de vencimientos y problemas de liquidez, empeoramiento de la balanza comercial, inflación real desbocada y carencia de productos básicos…

Como expresaba hace poco la parlamentaria opositora María Corina Machado (agredida en la Asamblea Nacional, junto a otros compañeros de partido), Venezuela vive una neodictadura de fachada democrática y esencia totalitaria. Rige un régimen autoritario cuyo actual presidente se atrevió a afirmar que tenía “identificados”, con “cédula de identidad y todo”, “a los 900,000 chavistas que no fueron a votar”. Con ello ofreció una prueba más, sin pretenderlo, del fraude electoral, pues el voto debe ser secreto. Venezuela es un país donde la pobreza todavía sirve de herramienta para perpetuarse en el poder, a través del populismo, el clientelismo y la dependencia estatal. Es una antigua gran nación en la que, pese a todo, se abren resquicios de esperanza. La oposición está hoy más unida y determinada que nunca. Y sabe, tras catorce años de amargo aprendizaje, que debe trabajar con denuedo para el progreso social de todos los venezolanos: empezando por las clases más bajas. Sólo ese trabajo común por el bien de todas las clases sociales enjuagará las lágrimas de Venezuela y le devolverá el esplendor que merece: su promesa, su norte, su futuro y su esperanza.