A veces me figuro el tiempo pasado como un escenario sostenido por algunos libros. Tardes, rostros, momentos, gestos, podrían nombrarse con autores, títulos. Lo que perdura siempre es nombre: el “Leaves of Grass” que me trajera Tony Japa de su primer viaje a Nueva York en 1979, la “Antología del Spoon River” que encontré en un puesto de libros usados un sábado en la mañana de regreso de una jornada bastante movida en motel entonces recién inaugurado en San Isidro con la Mujer Araña en el 1982, las tormentas y delicias oyendo a Gypsi Kings pero con la sombrilla de Gregor Samsa a veces dejándonos a la intemperie, doblando por la Avenida Independencia.
Ahora que pasé por la Librería japonesa de Cliffside Park en New Jersey, y me compré “Grapefruit”, de Yoko Ono, me caigo en el hoyo del túnel del tiempo.
Vuelvo a un Santo Domingo casi en blanco y negro, a una librería sin nombre que estaba en la Av. 30 de Marzo, al de la Barra Payán. Parecía que su dueño dormía entre esos estantes porque estaba abierta casi todo el tiempo. Ahí compré la versión castellana de esta obra de Yoko Ono, con la introducción más que original de Lennon, de Ediciones La Flor. Para entonces no conocía la palabra “performancera”, o eso de “artista instaladora”. Había algo mágico en esos textos de Ono, como ese en el que sugería grabar en una cinta unos interminables “I love you” y luego ahorcarse con la misma cinta.
Este “Grapefruit” lo he dejado en su empaque original. Desde hace tiempo me pasa: dejar libros en su plástico, abriéndolos solamente cuando se tiene el aire adecuado para respirar la tinta, para sumergirse en sus líneas sin que otros libros te alteren la sensación de estar flotando en Playa Caribe.
Cada vez el acto de leer se va convirtiendo en algo así como un marino frente a un naufragio. Lees porque estás consciente del valor de la soledad, de sus arrecifes, de la importancia del mundo no flechado, no orientado hacia una meta, por el gusto de comprobar los encantos del concepto “estar a la deriva”.
No sé cuándo le quitaré su plástico a “Grapefruit” o si se lo regalaré a alguien. Tenerlo entre los otros libros sin desempacar es como disponer de un salvavidas. Sí, porque hay libros salvavidas, esos con los que tiras un ancla en tu zona más íntima, el de los rostros claros y que tu acabas adorando.
En enero pasado me topé con aquella edición de La Flor. Paseaba bien tarde en la noche con mi amigo el arquitecto Emil Rodríguez Garabot por la Avenida Corrientes, y al pasar por una esas librerías que no cierran, voilá, estaba ahí el libro con la foto de Yoko. En mis alucinaciones volví a la librería sin nombre. No lo compré, sin embargo. Y eso que estaba bien para un libro después de 40 años de publicado. No lo compré porque también un libro tiene su aura, sus grados de uso y abuso, se cuartea con la misma naturalidad como a nosotros nos salen arrugas. No lo compré porque a veces hay demasiadas emociones en un solo libro, saltos al vacío porque quién sabe dónde estará ese libro que era tuyo y que era tan querido. A veces un libro es como un ser muy querido que se te va y te deja en los infiernos.
Lo curioso es que en mis conversaciones con Emil saliera de vez en cuando alguna referencia a la también arquitecto Sachi Hoshikawa, a su gran aporte para la participación dominicana en la Bienal de Arquitectura de Venecia, entre otras cosas. Tres meses después, me encontraba con Sachi, paseando por la zona japonesa de New Jersey. La última vez que estuve por esos lados, ahora en octubre, no puede verla, pero igual pasé por la librería Kinokuniya. Y ahí estaba “Grapefruit”, como tirando el último punto en ese triángulo que comenzaba en Santo Domingo, con un libro perdido, el otro en Buenos Aires, el no comprado, y este de ahora, que se quedará mientras tanto en su funda. No me atrevería a decir que habrá en estos de los libros una especie de “código da vinci” o elucubración parecida, pero a veces sí que tienen su magia.
Un libro no es solamente algo que tienes en las manos, que lees eventualmente y que lo conviertes en huésped permanente en tu espacio. Un libro es también el momento cuando lo viste o compraste o lo consumiste. Es la persona que estaba contigo con sus grados de cariño o de “yo no sé”. Es el café que luego te tomaste, las incidencias de esa tarde. Una de las tarde más mágicas que he pasado con mi amiga Martha Rivera fue una tarde en que, en su mítica casa de Arroyo Hondo, nos juntamos para comparar nuestros subrayados de “La Rayuela”. Desde entones supe que tendría una hermana para siempre.
A veces compras un libro y es por la capacidad de que ese libro imante otros espacios, los coloque bajo sus esferas. Tengo una edición de “El libro del desasosiego”, de Fernando Pessoa, en la primera edición realizada por Seix Barral. Luego compré otra, completa, mejor traducida, supuestamente, de Acantilado, pero igualmente, como el “Grapefruit”, la dejo en su funda, que será algo así como un punto suspensivo, porque pasar de una edición a otra es como cambiar el número de la ropa o borrar alegrías pasadas.
Fetiche, puertas o puentes, el libro, en su funda o no, aquí o allá, cuando tiene gravidez por algo –y más si es por alguien-, entonces es el dulce gallo que siempre te despierta, el grillo que te recuerda la Isla, o lo que dejamos en la hermosa Isla donde alguna vez estuvimos.