A causa de muchas de sus prácticas, al expresidente Leonel Fernández  se le recordará como uno de los líderes nacionales más contradictorios. Su discurso sobre la modernidad quedó pulverizado con su modelo “clientelista” en el que consumió buena parte del presupuesto nacional al que pudo y debió darle un mejor uso. Se disminuyó incluso a lo ojos de quienes lo creían un político con amplia visión de futuro cuando lo veían distribuyendo cajas de alimentos y en algunos casos hasta dinero. Actividades estas en las que puso a la gente a pasar por la humillación de vitorear consignas partidistas y a blandir afiches a cambio de una magra ración para la Nochebuena, tras una larga espera bajo un ardiente sol aguantando toda clase de empujones.

Es cierto que otros políticos en el ejercicio del poder incurrieron en la misma práctica y que sería injusto atribuirle la paternidad de esa odiosa forma de hacer política. Pero Joaquín Balaguer encargaba a otros de esa tarea que solía hacerse en su nombre. En momentos en que el Gobierno le imponía al país el enorme sacrificio de una reforma fiscal para conjurar los déficit provocados por el exceso de gastos, no se veía con simpatía la decisión entonces del señor Fernández de recurrir a prácticas con más visos de proselitismo que de ayuda social, por cuanto lejos de elevar la dignidad de los beneficiados esas acciones suelen mostrar en toda su desnudez la dimensión de su pobreza.

En una oportunidad incluso se agregó a estos repartos un lavado gratis de cabellos en  salones para damas, lo cual fue recibido con muestras de estupor en organizaciones preocupadas por los derechos de la mujer y por otras entidades que vieron en ella una resucitación de prácticas fuera de época. En su presidencia el señor Fernández no acostumbraba a escuchar a sus críticos y  sólo tenían valor los cánticos que terminaron alejándolo de la realidad. Una eventual vuelta suya al poder sería un salto al vacío.