La Ley de Partidos, finalmente, es ya una realidad; sin embargo, el debate doctrinal de su validez frente a la Constitución aún no termina. Ello a pesar de que muchas de las tesis esgrimidas durante la interesantísima polémica suscitada a su amparo fueron respondidas en la citada legislación. Los partidos políticos no son “instituciones públicas”, ni mucho menos “entes públicos”, y no constituyen tampoco fórmulas “tibias”: los partidos son asociaciones; cualificadas, por supuesto —como siempre sostuve en consonancia con los postulados mayoritarios de la doctrina comparada y local—, dada la relevancia de sus funciones en un sistema democrático (lo que hace que tengan un régimen normativo especial). Así las cosas, los partidos terminan siendo la expresión de una “libertad genérica de asociación, el derecho de asociación política” (TC 531/15). Un triunfo de la lucha contra el excesivo e irracional intervencionismo estatal en la vida interna de los partidos.

Pero destacable es también que el legislador rechazara la imposición legislativa de “primarias abiertas” para todos los partidos políticos. Atrás quedó entonces la peligrosa tesis de arropar a las asociaciones políticas con una “camisa de fuerza”, lo que igualmente hubiese supuesto una perturbada intervención de los poderes públicos en los partidos. Que semejante visión fuese frenada demuestra su ligereza y precariedad en términos constitucionales.

¿Triunfo de la razón? Aparentemente, sí. No obstante, una concepción política fuertemente enraizada en el Estado, con aires hegemónicos, no podía permanecer de brazos cruzados. Las primarias abiertas se querían a toda “costa”. Los estatutos del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), empero, constituían un obstáculo de difícil remoción. Y es que, siendo los partidos una manifestación de la “libertad genérica” del “derecho de asociación política” (TC 531/15), los estatutos partidarios no eran sino el único reducto de ese derecho fundamental —el de asociación— en el que habría de quedar plasmada la forma con la que los partidos políticos iban a escoger a sus candidatos a cargos electivos. Era esa la única tesis capaz de resistir un juicio de constitucionalidad, pues los estatutos de un partido simbolizan la más genuina y auténtica representación del constitucionalizado derecho de asociación política; los estatutos, normativa fundante de las asociaciones políticas, contemplarán sin duda su “ideología particular” (TC 31/13) y, consecuentemente, sus “propósitos comunes” (TC 531/15).      

De ahí que como el establecimiento de las primarias abiertas en los estatutos del PLD fuera, al parecer, una “misión imposible” para sus promotores, en tanto que ello implicaba una modificación estatutaria —de muy difícil realización, dada la necesidad de convocar a un Congreso Nacional, organismo competente para ello y cuya conformación de más de tres mil miembros lo hace probadamente representativo—, el plan era reformar dichos estatutos por la vía de la Ley de Partidos. Esa, y no otra, es la “razón” del contenido del artículo 45, párrafo III, de la nueva Ley de Partidos, por la que también se invoca una preeminencia de ésta sobre los estatutos partidarios. Correspondería entonces al Comité Central del partido oficialista “decidir”, ya suprimida la norma estatutaria (que dispone en su contenido la celebración de primarias internas), sobre la aplicación o no de las primarias abiertas.

Es por ello que tal “solución” no puede ser denominada de otra forma que no sea como fraude legislativo. Un fraude que transgrede a la Constitución misma y a los tratados internacionales que versan sobre derechos humanos, ya que comporta un desconocimiento manifiesto del derecho fundamental de asociación política (art. 216 de la Constitución). Lo anterior sin desmedro de que tal “fórmula”, la que asigna tales atribuciones a organismos como el Comité Central —redacción única que no encuentra ningún parecido en el derecho comparado—, ejemplifica asimismo una incontestable vulneración al principio de sujeción a la democracia interna en los partidos (art. 216). Insisto, como bien dice el Tribunal Constitucional, la “asociación política implica (…) la titularidad de derechos y obligaciones para el militante, como son el derecho a participar en la vida interna del partido (…) y la obligación de coadyuvar al logro de los objetivos partidarios (…) por lo que deben contar con estructuras democratizadoras que garanticen el derecho de sus militantes a intervenir en la vida interna de la agrupación” (TC 531/15).

La “solución” del legislador —en los términos citados— encarna una descomunal invasión en los partidos que no encuentra fundamento en el ámbito constitucional. Bastaría constatar la irreflexiva designación de los organismos partidarios (“Comité Central”, “Comisión Ejecutiva”, “Comisión Política”), todos identificables bajo el actual mapa político-partidario —lo que prueba el contubernio de las élites políticas—, y cuyas características, incluida su denominación, conciernen a disposiciones estatutarias concretas de cada partido. No importa, pues, la conformación ni la naturaleza misma de cada uno de esos “organismos partidarios”, expresados a imagen y semejanza de las estructuras partidarias. ¿Son esos “organismos partidarios” verdaderamente democráticos? ¿Permanecerán inalteradas o, peor aún, petrificadas las estructuras internas de los partidos por el simple capricho del legislador?

Las convenciones, congresos o asambleas generales —cualquiera que sea su apelativo— se erigen en la máxima expresión de la democracia interna en los partidos. Así lo plantea Miguel Presno Linera, profesor de derecho constitucional de la Universidad de Oviedo (España), en un enjundioso trabajo intitulado “Los congresos generales como órganos supremos de los partidos”. Dice al respecto el destacado autor: “En tanto sirvan para conocer, de manera directa o a través de intermediarios, las opiniones de los militantes de la organización, los congresos constituyen la expresión máxima del funcionamiento democrático del partido, si bien es cierto que esta exigencia impuesta por el texto constitucional a los partidos no se ve satisfecha con la consulta a los afiliados cada cierto tiempo, sino que ha de reflejarse también en el desenvolvimiento cotidiano del partido y la vinculación de la actividad de los órganos de dirección a la voluntad manifestada por dichos afiliados” (“Los congresos generales como órganos supremos de los partidos”, en Teoría y realidad constitucional, UNED, 2000).

En el caso del PLD, el artículo 10 de sus estatutos define el Congreso Nacional como el “más alto organismo de dirección del Partido”, estando integrado por “todos los miembros del Comité Central; los presidentes de los Comités Provinciales, Municipales, Intermedios y de Circunscripciones Electorales del Distrito Nacional y la provincia de Santo Domingo y de las Seccionales” (intermediarios). El “Comité Central”, en cambio, según el artículo 13 de esos mismos estatutos, es la dirección e instancia superior del partido “después del Congreso Nacional”. El primero, el Congreso Nacional, organismo facultado para revisar los estatutos del partido, fue burlado: sus prerrogativas estatutarias fueron desvanecidas asignando a un organismo inferior (“Comité Central”) atribuciones que habrían de corresponder institucionalmente a los militantes. Un organismo así “facultado” en ningún contexto podría asimilarse a una verdadera expresión de democracia interna de un partido. Ahí radica el fraude.