¿Qué son las leyes orgánicas? Al decir del artículo 112 de la Constitución, las leyes orgánicas “son aquellas que por su naturaleza regulan los derechos fundamentales; la estructura y organización de los poderes públicos; la función pública; el régimen electoral; el régimen económico financiero; el presupuesto, planificación e inversión pública; la organización territorial; los procedimientos constitucionales; la seguridad y defensa; las materias expresamente referidas por la Constitución y otras de igual naturaleza. Para su aprobación o modificación requerirán del voto favorable de las dos terceras partes de los presentes en ambas cámaras.” El origen de su redacción —en el texto dominicano y en gran parte de los textos constitucionales latinoamericanos— se remonta al contenido del artículo 81.1 de la Constitución de España de 1978 [no a la Constitución de Francia de 1958, como erróneamente algunos afirman; bastaría ver el artículo 46 de este último texto para comprobarlo].

Reiterando lo que he expresado en trabajos anteriores, dos criterios distinguen entonces las leyes orgánicas de las ordinarias: (i) el criterio material y (ii) el criterio formal (en otras palabras, las notas de “fondo” y de “forma”, según el catedrático español Juan Alfonso Santamaría Pastor). El primero —el criterio material— referente al ámbito normativo para lo cual las leyes orgánicas están reservadas (“reserva de ley orgánica”); se trata de materias —las descritas en el citado artículo 112 de la Constitución— que deben ser aprobadas o modificadas mediante éstas. El segundo criterio, el formal, concerniente al procedimiento para su aprobación y puesta en vigencia: la mayoría reforzada de las dos terceras partes de los presentes en ambas cámaras.

Pero los elementos citados revelan una idea común que subyace en ambos casos: la relevancia de las materias instituidas como orgánicas en la Constitución para el “funcionamiento democrático de sus instituciones” (Santamaría Pastor). De ahí que no solo se verifique un “congelamiento del rango constitucional” de los ámbitos expresamente señalados en la Carta Magna (Bastida), sino que para su aprobación legislativa se requiere la misma mayoría exigida para la modificación de la Constitución: las dos terceras partes de los presentes en ambas cámaras. Esto último indica el sentido que orientó al constituyente derivado al momento de incorporar en el ordenamiento esta nueva tipología legislativa: lograr el mayor consenso posible entre las fuerzas políticas que integran el Congreso en temas que, dada su capital importancia, así lo ameritan.

En ese sentido, Oscar Alzaga Villaamil, catedrático español y ex constituyente de la Constitución de 1978, expresa: “(…) sobre materias a consensuar debía legislarse mediante un tipo de ley con unas características formales que garantizasen mínimamente el espíritu de concordia que había presidido el proceso constituyente (…) solo el criterio formal explica que el poder constituyente incorporase a la CE, junto a las leyes ordinarias, el tipo de las leyes orgánicas, aunque las mismas se definan primariamente mediante un criterio material.”

De su lado, Juan Pemán Gavín, catedrático español, en su interesante trabajo intitulado “Las Leyes Orgánicas: concepto y posición en el sistema de fuentes del derecho”, afirma lo siguiente: “…es claro que el propósito perseguido por el constituyente (al consagrar la figura de la ley orgánica) no fue otro que el dotar a ciertas materias de un mayor apoyo parlamentario –con respecto a las habituales exigencias de mayoría simple– dotándolas también con ello de una mayor estabilidad. Con la exigencia de mayoría absoluta (en el ordenamiento constitucional español) en tales casos se venía a prolongar en alguna medida el espíritu de consenso que había presidido la elaboración de la Constitución, proyectándola sobre una serie de materias.” (en Estudios sobre la Constitución Española, Libro Homenaje a Eduardo García de Enterría, Tomo I, Madrid, Civitas, 1991, p. 139)

La Ley de Partidos, más allá de considerarse una pieza clave en el “régimen electoral” —lo que de plano implicaría su carácter orgánico conforme a una lectura hermenéutica literal del artículo 112 del texto sustantivo— y de que la misma regularía los derechos fundamentales concernientes a la participación política y de ciudadanía (“elegir” y ser “elegido”), se erige, sin mayor cuestionamiento, como una norma de especial relevancia o trascendencia para el sistema democrático. De esto último se colige, consecuentemente, su carácter orgánico, dada la cláusula abierta prevista en el propio artículo 112 de la Constitución —a diferencia de la Constitución española del 78—, al prescribir que serán orgánicas aquellas “materias expresamente referidas por la Constitución y otras de igual naturaleza” (el indiscutible designio de sus redactores fue el de no restringir la función legislativa en la identificación de materias de “igual naturaleza” a las descritas en la citada disposición). Por ende, aquellas “materias” que revistan una naturaleza similar a las verificadas en el contenido del artículo 112 de la Constitución —como, al efecto, lo constituye la Ley de Partidos—, en razón de su “relevancia” (al igual que tales “materias”), deberán recibir indudablemente un tratamiento legislativo orgánico. Y es que negar la notoria importancia, en específico para la institucionalidad democrática, de la ley que regule el funcionamiento de los partidos políticos en un Estado de Derecho, en especial dada la relevancia constitucional de los mismos, sería un error mayúsculo. En España, cuya ordenación de la “reserva legislativa orgánica” es menos ambiciosa que la contenida en el artículo 112 de la Constitución dominicana —no se precisan las materias reservadas, ni se prevé la cláusula expansiva “…y otras de igual naturaleza”—, reguló la materia de los partidos políticos mediante la Ley Orgánica 6/2002, del 27 de junio.

Lo anterior obliga a que las fuerzas políticas con representación congresual dialoguen; más aún, que escuchen los reclamos que casi a unanimidad se producen desde la sociedad (FINJUS, CONEP, ANJE, Iglesias, etc.). La credibilidad del futuro certamen electoral está hoy en juego. Los señalamientos que se realizan ni siquiera se limitan ya a lo jurídico. Empiezan a verse los cuestionamientos que dejan entrever las sombrías intenciones de quienes promueven, contra viento y marea, la imposición de una camisa de fuerza a los partidos políticos. Ningún modelo o método de elección de candidatos puede establecerse de forma preceptiva en una ley. Es lo que se ha indicado y lo que mayoritariamente se ha respaldado. Ante la falta de votos en la Cámara de Diputados para la aprobación de primarias abiertas, expresada fielmente en comunicados y posiciones institucionales de los partidos de oposición —lo que refleja un infalible resultado matemático—, la pregunta obligada sería ¿a qué se apuesta entonces?