El 6 de agosto de 2013 fue promulgada la Ley No. 107-13, sobre los Derechos de las Personas en sus Relaciones con la Administración Pública y de Procedimiento Administrativo (En lo adelante, Ley No. 107-13). Las proclamas de esta pieza legislativa vinieron a esperanzar el panorama jurídico con un arsenal de principios y derechos orientados a garantizar la buena administración.
La importancia de la Ley No. 107-13 es incontestable, sus enunciados han propulsado considerablemente lo que hoy día puede exhibir la doctrina del derecho administrativo dominicano. Sin embargo, por sí sola, la trascendencia de la norma ha sido incapaz de crear raíces suficientemente fuertes para derribar la zarza de arbitrariedad que alimenta ciertas irreflexivas prácticas en la Administración Pública nacional.
La práctica administrativa ha mantenido rezagadas las legítimas aspiraciones de la Ley No. 107-13, para evidenciar esta situación basta con apersonarse a cualquier institución pública y solicitarle al funcionario que plasme por escrito las consideraciones que con tanta libertad expresa verbalmente o requerirle que reciba y selle alguna solicitud, para que inmediatamente se torne sumamente defensivo, deniegue cumplir sus deberes legales y oponga los más absurdos obstáculos, como el de requerirle al ciudadano que dirija su comunicación a una determinada persona o departamento, demandarle la entrega de más de una (1) copia, invitarle a regresar otro día o, simplemente tratarlo descortésmente.
Estos recurrentes e irritantes escenarios retratan que la simple promulgación de una ley tan novedosa y garantista, como la 107-13, no es suficiente para curar las condiciones patológicas que padece nuestra Administración Pública. Entonces, ¿qué hace falta para curar la enfermedad?
En primer lugar, hace falta afianzar el convencimiento en los funcionarios, jueces y actores que interactúan activamente en la aplicación de la Ley No. 107-13, de que la Administración Pública dominicana requiere desplegar su actividad más apegadamente a la juridicidad, aún esto suponga un mayor esfuerzo en alcanzar las desideratas y planes que la política impone.
En segundo lugar, deben estructurarse los mecanismos para asegurar que el ingreso a la función pública sea, realmente, en base al mérito y la capacidad y, no a la dedocracia. Una vez, construida la zapata del acceso a los cargos del estado, debe intensificarse la labor de profesionalización de los tomadores de decisiones públicas, pues solo de esta manera éstos conocerán las consecuencias que se derivan de las más mínimas de las arbitrariedades.
Por último, se hace imperativo fraguar los derechos de las personas para consolidar su respeto. De nada sirve dotar a la Administración de las herramientas competenciales necesarias para instrumentar los procedimientos para la consecución del interés general y contar con un personal técnico si los derechos de personas serán vulnerados en el camino.
Alcanzar todo lo anterior es una labor que no puede ser delegada a la ley, pues la eficacia de ésta siempre dependerá de la voluntad de los aplicadores de la norma. El legislativo ya hizo su trabajo, falta ahora cumplir los principios consagrados en la Ley No. 107-13 ejecutando las acciones encaminadas a materializarlos, cosa que ni los mandatos legales ni las sentencias están en posibilidad de lograr.