Consecuencia del estado de excepción generado por el SARS-CoV-2, (a) el consumidor modificó su hábito de consumo pues teme, a corto plazo, perder sus ingresos fijos; (b) el comerciante, empleador, suplidor, productor, automáticamente se ve en la obligación de disminuir gran parte de la mano de obra que le mantiene operativo, lo que se traduce a la necesidad de cerrar sus puertas; (c) los empleados y empleadores se mantienen absorbiendo sus recursos de emergencia, accediendo ya sea a los ahorros o a financiamientos, poniendo en riesgo sus bienes y utilidades; (d) los empleadores se ven en la obligación de, por sugerencia del Estado, suspender masivamente la mayor parte de la fuerza laboral de nuestro País y; (e) las labores paliativas del Estado para tratar de alivianar la gran calamidad que afecta nuestro territorio son, aunque loables, insuficientes.

Todo esto, conjugado, nos permite intuir que en los próximos meses viviremos un ambiente económico-social sumamente hostil. Empresas cerrando sus puertas definitivamente, empleados desamparados y sin recursos, suplidores que jamás recibirán el pago de sus cuentas por cobrar y una voraz gestión de cobros por parte de todo el que entienda tenga derechos sobre el patrimonio ya deprimido de los afectados.

Entonces, ante este tsunami que – a leguas – se ve venir, ¿están condenados los empresarios y personas que se dedican al comercio? No pueden contar con el Estado, y sus acreedores – afectados también – harán todo lo posible por cobrar, aunque esto paradójicamente signifique ahogar a su deudor… ¿qué puede hacer este individuo o sociedad comercial que tiene deseos de permanecer ejerciendo lo que hasta ahora le daba el sustento, pero se ha visto en la imposibilidad material de hacerlo?

La Ley 141-15 “de reestructuración mercantil”, será una ficha clave en la supervivencia de los empresarios y comerciantes que deseen ganar tiempo – con organización y reconociendo las acreencias – y poder permanecer operativos aún bajo los bombardeos de quienes le persiguen. Además, tiene variables que permitirían su administración preventiva para evitar la voracidad de los acreedores.

Esta ley, entre muchas otras cosas, busca proteger la operatividad de la empresa o persona que accede a sus herramientas jurídicas. Resguarda a los acreedores de la empresa afectada, preservándola para que pueda «salir» de sus problemas, enfrentar sus acreencias y reintegrarse a la normalidad de su ejercicio comercial.

Podríamos decir que protege al acreedor protegiendo al deudor. Es una relación mutualista entre el Tribunal y el deudor afectado, donde ambos se benefician indirectamente de las gestiones del otro, y se adaptan a las necesidades del universo de individuos vinculados. Una simbiosis judicial entre acreedores y deudor.

Entre sus principios rectores contenidos en el artículo 3 de la mencionada ley, encontramos (entre muchos otros) los de eficiencia, maximización de activos y transparencia, que son quizás los que mejor definen la naturaleza del proceso de reestructuración en sí.

La idea central del legislador tiene mucha lógica, ya que pretende crear barreras para evitar que la avalancha de acreencias destruya la operatividad real de una empresa que, aunque técnicamente en default, todavía tiene las herramientas prácticas para promover su desarrollo, organizadamente pagar a sus acreedores y, eventualmente, mantener su negocio vivo.

Con estos se busca un máximo rendimiento, evadiendo los retrasos consecuencia de la burocracia y formalismos innecesarios que, de una forma u otra, podrían crear doble validación para las mismas diligencias sin evaluar adecuadamente cada parte. Es decir, si la norma ya prescribe la solución, tener que acudir a un tribunal buscando validación de esa solución legal es innecesario.

Por ejemplo, en consonancia con los principios y el enunciado anterior, la misma ley, manteniendo la línea de la eficiencia y transparencia, crea en su artículo 22 (y 38 del reglamento) la jurisdicción especializada que nace, por atribución, de la misma norma. Con esto el legislador busca que todo lo que pueda afectar, de cualquier manera, el proceso como tal, sea llevado por ante el mismo Tribunal apoderado de la reestructuración. Este imán de competencia atraerá todo litigio por ante una misma sala que podrá juzgar cada litigio, embargo, cobro, etc., “en contexto”.

Por esto, la creación de una jurisdicción especial de atribución genera una serie de efectos en todo el organigrama judicial de nuestro país. Desde el inicio del proceso de reestructuración, o más bien, con la decisión del Tribunal de iniciar el mismo, se activan las previsiones de la Ley, y la que estudiaremos hoy es la que se crea bajo la sombrilla de la suspensión de las persecuciones a los bienes de la sociedad en cuestión, protegiendo así también la operatividad necesaria para mantener a flote, mientras se reestructura, dicha entidad.

A pesar de que el tribunal proactivamente acostumbra a ordenar (o reconocer) este mandato en la decisión que autoriza el inicio de la reestructuración, éste hace acopio del artículo 54 de la ley número 141-15, que plantea que dicha suspensión opera de pleno derecho. Por lo que, tanto en base a la orden del tribunal, como en base a lo establecido en la ley, el referido mandato es una consecuencia legislativa que no necesita siquiera que sea declarada por un tribunal, pues opera de pleno derecho.

Esta suspensión, en base al artículo 54, afecta “todas las acciones judiciales, administrativas o arbitrales de contenido patrimonial ejercidas contra el deudor”, “cualquier vía de ejecución, desalojo o embargo de parte de los acreedores sobre los bienes muebles e inmuebles del deudor”, “los pagos por parte del deudor de toda acreencia contraída con anterioridad a la fecha de la solicitud”.

El párrafo de este artículo repunta todavía más la tesis central del presente escrito, cuando indica que “las suspensiones producidas en virtud de esta ley obligan al tercero embargado a dar cumplimiento a tal suspensión y responderá ante el incumplimiento de esta obligación”.

Está claro, entonces, que es el legislador que nos dice, en otras palabras, que luego de admitida la solicitud de reestructuración, además de todo lo anterior, todo tercero embargado debe acatar la suspensión que por norma se impone, de manera automática, y el que no lo hiciese estaría comprometiendo su responsabilidad por irrespetar el derecho positivo que le vincula.

Aunque la experiencia judicial en esta materia no es, por el momento, la más abundante, hemos tenido la suerte de poder generar criterios interesantes en esta línea. Lo anterior se expresa de manera inequívoca al tenor de la Sentencia 1532-2019-SSEN-00134, de fecha 28 de octubre de 2019, la cual en su página 7 dispuso el archivo de un proceso de embargo retentivo interpuesto de manera posterior al inicio del proceso de reestructuración, consciente de que el sobreseimiento se estila para acciones incoadas previo a la reestructuración, por lo que en tal sentido remitió a los acreedores demandantes por ante el conciliador a los fines de declarar sus acreencias en atención a las disposiciones de los artículos 109 y 113 de la Ley 141-15, aniquilando así el intento de embargo y permitiendo que el sujeto afectado pueda mantener, como hemos indicado, su operatividad.

Entonces, con experiencias como las que anteriormente hemos expuesto, no nos queda la menor duda de que esta Ley, creada para enfrentar las dificultades que actualmente proliferarán a lo largo de todo el territorio nacional, será una herramienta imprescindible para auxiliar a todas las empresas y empresarios que se vean ante la posibilidad de sufrir una “quiebra” pero deseen luchar, bajo la veeduría de un Tribunal y la protección de la norma, por sobrevivir la embestida que representa el virus y sus efectos. El acompañamiento judicial permite que las acreencias sobrevivan a la crisis manteniendo al deudor saludable y productivo, y es nuestro trabajo – en condición de abogados – el de viabilizar las herramientas contenidas en esta ley.