Mi hermana Leticia es la más bonita contradicción de mi papá, fallecido hace más de veinte años. No obstante haber sido un padre justo, a ella, su primogénita, la eligió desde que nació como su hija predilecta. La sicología moderna opinaría que es un craso error establecer preferencias entre los hijos. Sin embargo, Don Guaroa hizo una sabia apuesta. Confió en que las amplias ventajas disfrutadas por Leticia mientras él tuvo vida y recursos, serían pagadas con creces por ella cuando faltara.
Leticia acaba de cumplir sesenta años y, con esa elipse alrededor del sol giramos todos un poco. Si el bosón de Higgs o Partícula de Dios así lo permite, sus tres hermanos, en fila india, le seguiremos. Dos vivimos fuera de República Dominicana: la segunda, Amanda, emigró a los Estados Unidos en 1985; y cuando no se espera que ya nadie se moviera de sitio, partí a México en 2015.
Ellas dos, Leticia y Amandita, son especies de mellizas sin serlo. Desde la infancia, siempre fueron reunidas por mis padres en modo que los sicólogos de hoy no consentirían. Quizás dormir en la misma habitación es normal y hasta aconsejable; partirle un mismo bizcocho en una única fiesta de cumpleaños, porque las dos nacieron en fecha cercana en diciembre, conveniente para una familia de clase media. Pero vestirlas iguales como se acostumbraba antes, habría enojado a los expertos en el desarrollo de la personalidad, profesionales que no abundaban en los años sesenta.
Las fotos de sus cumpleaños revelan el amplio sentido del humor de mi papá, quien se encargaba de comprar esos vestiditos idénticos a dos tallas en sus viajes de trabajo a Puerto Rico. Junto a su pastel único de cumpleaños, siempre con algún motivo navideño, que si un Santa Claus o un trineo, la pareja de hermanitas mira seria e inconforme hacía la cámara. Una era alta, de pelo largo y robusta; la otra, pequeña, pelito corto y flacucha. Y como toda niña, querían las dos, al menos el día de su cumpleaños, ser única y especial.
Los padres de antes tenían sus trucos y eran bastante efectivos. Leticia y Amandita resultaron dos personas de temperamento muy distinto. La forzada identidad gemela, produjo una alianza inquebrantable entre las dos. A pesar de que el viaje migratorio de la segunda no fue tan lejos, apenas vive en Miami, a dos horas de avión, para la primera, fue como despegarse de un pariente siamés.
Entre ellas y yo hay unos años de distancia, además del único hermano varón, algo que me aisló más. Del privilegio de ser el único hombre que le tocó a mi hermano Guaroa, no hay que ampliar mucho. Lo de mi papá fue escandaloso, como todavía pasa en muchas familias dominicanas. Tanto así, que fue un abierto desencanto de mi papá, que Amandita y yo no naciéramos varones. Ya él tenía "su niña" y además predilecta, Leticia. Se suponía que Amandita y yo veníamos al mundo para hacerle compañía a ella y a Guaroa; siendo niñas no hacíamos más que replicar una emoción repetida. Mi papá habría hecho colerizar a la sicología moderna en ese asunto. Desde que vio los lazos rosados en las puertas de las habitaciones del hospital de maternidad, míos y de Amandita se quejó amargamente. Es oportuno destacar que era impensable la entrada de un padre a una sala de partos en esos años, otro logro de los que estudian la mente humana y sus procesos. Aunque fue un padre espectacular, no disimuló en nada su desencanto inicial, anécdota que testimonia mi tía Evelia Pagán, muerta de la risa. No en vano, mi hermana Amandita es una gran atleta. Yo ni eso. Mi hermano no necesitó ningún tipo de alianza filial, las ventajas le fueron connaturales. Ser "el hijo" es un monopolio natural repleto de excedentes a su favor. Ya no solo la sicología, sino además el feminismo habrían condenado las costumbres de mi padre. Por suerte para él, la entonces joven doña Amanda, mi mamá, no sabía nada de eso.
Nacidas en diciembre del 1959 y del 1960, las dos primeras y en febrero del 1962, el tercero, entre mis padres y mis tías solteras viviendo en casa, cada uno tuvo más de una persona que se encariñara con ellos. Mis tías Melba e Isaura Noboa, habían venido del pueblo a estudiar en la universidad y a encontrar un buen partido con quien casarse. En lo que eso ocurría, tenían en mis hermanos su mejor pasatiempo: ayudar a cuidar a los niños en la casa de su hermano mayor y consentirlos un poquito, como a escondidas hace toda tía sabia. Se divirtieron bastante con este trío dispar, entre juegos y disputas compitiendo por su atención.
Cuando ya los roles y afectos estaban repartidos, con un retraso de dos años para nacer que me marcaría, llegué yo en agosto de 1964, y además niña. Para entonces, las tías solteras viviendo en casa, ya andaban más ocupadas formando sus baúles de buena esperanza, graduándose de la universidad y preparando boda. Al igual que mis padres, habían elegido entre los tres disponibles, a sus predilectos. Leticia era de mi papa y de “Mela”. Amandita de mi mamá y de “Afaba”. “Cuso”, el varón, del pueblo dominicano. Todo el que creció en esa generación sabe que las cosas eran así, puesto que vivió algo similar.
Por suerte para mí, Ángela, mi hermana de crianza y la persona que en verdad en gran medida eso hizo, esto es, criarme, volcó en mi su maravilloso afecto, siendo ella una niña que debía recibirlo todavía. Ella dice, siempre agradecida, que nunca le faltó, sobre todo de mi mamá y esa es una gran verdad. Pero el costo fue aguantar mis malcriadeces de chiquita haciendo lo indecible para llamar la atención. Hace cinco años, cuando el destino me puso maletas enfrente y yo también tuve que irme lejos, Amanda ya en Miami y Ángela en Nueva York hacía décadas, no entendí por qué a Leticia le pegaba tan duro, si yo soy la hermana residuo. Y ni siquiera tengo un sobrino que diga que soy su tía predilecta. Siempre ando sobrando. Qué más daba si me iba a México. Pero me equivocaba.
Los padres y tíos de antaño no sabían, ni les interesaba saber, de sicología. Contaban con su propia sabiduría. De ese modo, por sesenta años que cumplió Leticia hace una semana, ella ha sido reconocida por todos, sin ningún tipo de innecesaria discreción, como la consentida de mi papá. Nadie en la familia lo critica o se reciente. Eso era así y no era extraño. Ese patrón es común en la generación de nuestros padres. En los hogares de nuestros primos, vecinos y amigos del colegio, había una asignación particular de afectos. Es solo algo reciente, la equidad en la crianza que enseña la sicología familiar. A veces, en las contradicciones se encuentran las expresiones más honestas. Entre los hijos el cariño debe ser diferente, porque cada ser humano lo es, lo que no debe es faltar. A pesar de sus libres preferencias, nunca hemos dudado del inmenso amor de mis padres y mis tíos. Y Leticia es la custodia del reembolso que adeudamos a ellos por tanto afecto.
Los papás de antes tenían sus planes tácticos. Con unos hijos establecían alianzas; a los otros, les mandaban esos aliados, para guiarlos más allá de la muerte. Leticia es esa figura en nuestra familia y como ella, toda familia merece tener una. Todo hijo favorito a la antigua sabe el rol le tocó a mi hermana mayor, sabe que no es sencillo y que con los años se torna agotador. El privilegio está inscrito con gravámenes. Estos no se encuentran escritos en ningún documento, ni se conversaron con los padres en vida. Personas como ella los sobreentienden y los cumplen fielmente, más allá de la vida de quien lo asigna.
A modo de sorpresa, mi hermana Amanda desde Miami y yo desde México, conspiramos en secreto darle una sorpresa a Leticia. Sin decirle a nadie en la familia, nos aparecimos sin avisar en su casa, en medio de la celebración. Mi sobrino Giulio hizo un corto video del momento en que ella nos vio llegar, de fondo sonaba Volvió Juanita, de Milly Quezada. Lo he visto fascinada repetidas veces. Su cara es impagable y el brinco que dio, fue el de una niña a la que, por fin, le celebran un cumpleaños especial para ella sola con todos sus hermanitos y primos presentes. El abrazo que nos dio a cada una de sus hermanas residentes en el extranjero, tuvo un valor histórico que no me dejó dudas. En el sentí el peso de la hermana favorita de mi papá, que agradece la compañía, como única recompensa por asumir ese rol que tiende a ser pesado. En años recientes, cargada de duras responsabilidades, desde acompañar a mi mamá en su última enfermedad, a mi hermano en un evento de salud delicado y vivir las tristes partidas de nuestros adorados tíos.
El cumpleaños se celebraba a la vieja usanza. Un encuentro familiar con nuestros primos, sobrinos, suegras, cuñadas, algunos amigos íntimos de la casa y las tías. Estas últimas guardan en su memoria, detalles que nosotros mismos ignoramos de nuestra niñez, dando testimonios valiosos de la Leticia consentida por seis décadas, desde que llegó al mundo el 15 de diciembre de 1959. Entre pastelitos, quipes, pasteles en hoja y otras delicias criollas dominicanas, extrañadas por mi paladar, la intimidad la hizo la velada perfecta. En esas cortas horas juntos, lo ganado y perdido con el paso del tiempo volvió a estar reunido en perfecto balance. En las sonrisas que nos regalábamos los presentes y en la cara de sorpresa de los que vieron llegar a estas dos Juanitas, se produjo un momento sublime.
Si hubiéramos llegado a una fiesta espectacular, en un lugar alquilado, con decoraciones y mayordomos, con la participación de buenas y grandes amistades que Leticia y su esposo Roberto han tejido a lo largo de sus vidas, no habría entendido mi epifanía. Parte de la herencia de la hija predilecta es devolvernos a los días sencillos de nuestra infancia, cuando nuestros padres no tenían dinero ni para hacerle una fiesta a cada hija nacida en el mes de diciembre, ni comprar dos bizcochos o decorados que no fueran los navideños por ahí disponibles. Ella usaba su cumpleaños para honrar a la familia. Estábamos ahí solo los que podíamos entender quién ha sido ella toda su vida. Y así lo expresamos en palabras y lágrimas que quedaron grabadas por los videos de las primas Eva y Blanquita. Celebramos con infinita alegría las anécdotas y recuerdos bonitos y divertidos acerca de la escogencia de mi papá, nunca escondida ni celada. Algo que escandalizaría a una buena parte de los licenciados en sicología excepto quizás a Pilar Sordo, una analista sin par, que observa con inteligencia lo que hemos desaprendido de las generaciones previas.
Que Leticia haya sido la favorita, para nosotros no tiene nada de raro o particular. Tampoco que en vida, mi papá haya extendido esa preferencia hasta mi cuñado y esposo de Leticia, Roberto. Mi padre fue diagnosticado diabético insulinodependiente a la corta edad de veintisiete años y siempre tuvo claro que la longevidad no le estaba garantizada. A pesar de eso vivió unos felices setenta y tres años. En Leticia extendió sus proyectos de vida. De esa manera mi mamá, que lo sobrevivió veinte años, estuvo más que respaldada por la alta vigilancia de mi hermana mayor. Nietos que ni siquiera él conoció, como mi hijo Simón, nacido después de su partida, han tenido en Leticia a una pariente especial y esmerada. Y en torno a ella, toda la familia se ha mantenido unida.
Una vez una amiga especialista en comportamiento humano me reclamó que ponía muchas obligaciones sobre uno de mis hijos respecto del otro. Estoy segura que muchos padres de hoy, habrán oído algo similar. Existe mucho afán por establecer equidad entre los hermanos y eso no está mal. Pero el mundo allá afuera de equilibrado y justo no tiene nada. Es bueno designar a un líder, que es el verdadero rol del hijo predilecto. La vida no nos va a alcanzar para enseñar todo lo que queremos a nuestros descendientes. Hace falta ese hermano definidor.
Mis últimas líneas son para Leticia. Creo que nunca te había visto como ese día de la sorpresa, con el alma al desnudo. No estás sola, nunca lo has estado, ni lo vas a estar. Tus imperfectos tres hermanos te amamos y respetamos como se nos ordenó. Estaremos contigo siempre, dándote respaldo y riéndonos del buen chiste de papi al hacerte la hija predilecta.
Feliz Navidad a todos. Tiempo para la familia.