La duodécima carta de Leonor Feltz (LF) a Pedro Henríquez Ureña (PHU), fechada el 24 de febrero de 1907, al igual que la decimotercera, del 1 de agosto de 1910, enviadas a la capital mexicana, donde reside desde 1905, la alumna predilecta de Salomé Ureña, se presenta en esa primera misiva, a los ojos de su alumno, como una mujer derrotada por los tormentos de la vida cotidiana de una ciudad que condena a los fracasados y celebra el triunfo de los caídos, sobre todo si es mujer, desvalida, sin apellidos, negra y, para colmo, hija natural.
Recuérdese que en la undécima carta abdicó la carrera literaria, pero la duodécima es la ratificación total de ese designio: «Pero no te asustes sin embargo i vayas a creer que voi a ensayar de nuevo aquellos vuelitos literarios de marrano. Ya eso se acabó, yo dejo el campo a los que como ustedes [Max, Pedro, DC] han de producir obra bella i útil. Me conformo con paladearla [,] eso me basta.» (Bernardo Vega. Treinta intelectuales dominicanos escriben a Pedro Henríquez Ureña. Santo Domingo: Academia Dominicana de la Historia, 2015, 201). La expresión “vuelitos literarios de marrano” equivale a imposibilidad.
Esa carta del 1 de agosto está cercana al gran estallido del 16 de septiembre de 1910 que inició la caída de la dictadura de Porfirio Díaz y que ocasionará la salida del Sócrates dominicano a La Habana en abril de 1911 y luego su regreso a Santo Domingo después de diez años de ausencia en el extranjero. Y esa carta es tan reciente y contemporánea del viaje de PHU a su país, que se me imposibilita creer que una de las primeras visitas de PHU por la Capital no fuera a casa de Leonor, Clementina y su madre Margarita Feltz.
La maestra se apaga y la vida tormentosa que le ha tocado vivir es, una vez más, la programación emocional que le inculcaron entre los tres y siete años y que, inconscientemente, reitera a PHU en la misiva de marras: «¡Qué falta de aspiraciones [,] qué inercia [,] qué desidia! Pensarás tú, pero has de saber que en mí predominan la tristeza i la pereza característica de nueva raza (ni siquiera la arrogancia) i que la vejez acentúa cada vez esas cualidades negativas. Tan anulada me siento que [no, DC] me queda ni ‘el dolor de no ser lo que yo hubiera sido’.» (BVega, p. 201).
Luego de quejarse de la ingratitud de Max, quien no responde las cartas suyas, pero que le envía libros, LF le refiere a PHU lo siguiente acerca de la personalidad de su hermano, lo que es pertinente para el estudio de la sicología del futuro escritor y político: «Max, ese ingrato que no merece el cariño que le tenemos, te habrá dicho cómo vivimos. Mientras él estuvo aquí, con su verbo de Animador, con su privilejio especial de comunicar entusiasmos, con la aparente frivolidad con que hace olvidar las amarguras de la vida [,] nos hizo un bien inestimable.» (BVega, p. 201).
Y ratifica LF a PHU el carácter festivo y relativista de su hermano: «El saloncito Goncourt brilló unos días con la alegría que le prestó su presencia: reanudándose las buenas lecturas, la crítica al vuelo, las amenas conversaciones. Hoy ha vuelto a su silencio habitual, turbado apenas por algún nuevo concurrente. Y [,] sin embargo, Max no nos ha escrito. Lo hubiera creído todo, menos eso. Sufrimos cruelmente con su silencio.» (BVega, 201).
Esta queja no es hipérbole. LF está en la línea fronteriza del romanticismo que todavía a finales de siglo XIX no ha terminado del todo para la somnolienta Capital y los atisbos del modernismo rubendariano que en Santo Domingo adoptará la hibridez del Fabio Fiallo romántico-modernista. Y recuérdese también que la correspondencia literaria fue el aquel punto y hora la forma de comunicación perfecta entre literatos que tenían afinidades comunes y que vivían a miles de kilómetros de distancia unos y otros.
De ahí que la mayoría de las misivas de LF a PHU tienen ese dejo de amargura al no recibir respuestas rápidas a sus cartas. Y como recuerdo de días lejanos, LF les menciona a Max y a PHU el “saloncito Goncourt”, para embargarles de nostalgia: «Recuerden siempre que [,] aunque de lejos i apartados, Jules i Edmond siguen con amor sus huellas.» (BVega, 201). Es decir, los humanos franceses Goncourt, en cuyo nombre lleva la peña literaria de las hermanas Feltz. Y estos recuerdos y nostalgias producirán, en octubre de 1909, la famosa segunda parte de la carta de PHU a LF, “Días alcióneos”. La primera parte está dedicada a Antonio Caso y Alfonso Reyes, con fecha de enero de 1908 y que figuran, ambas partes, en el libro de PHU, Horas de estudio (París: Ollendorf, 1910) y que LF se queja de no haberlo recibido.
LF evoca aquellos días del salón Goncourt: «Cuando recuerdo aquellos días, en que creamos un ambiente literario donde respirar con entera libertad, rico en sanas alegrías, en hondas sensaciones estéticas, en grandes e injenuos entusiasmos, no puedo menos que sentir su añoranza i compararlos con la hora actual, triste i estéril para mí, que no he vuelto a gozar mejores días. Tú, al menos, has dado nueva i brillante orientación a tu espíritu i [,] aunque no consagres al estudio todas las horas, aún tienes tus días alcióneos.» (BVega, p. 267).
La alumna, que pudo sobrepujar a sobrepujar a su maestra Salomé Ureña en el terreno del ensayo que no cultivó, se nos aparece en esta última carta a PHGU como una atleta noqueada por el medio, en pleno régimen autoritario de Mon Cáceres: «Si bien no he podido ahogar por completo el gusto por las ciencias, por la literatura, que un día constituyeron mi único ideal, te aseguro que estoi bastante apartada del movimiento general, i apenas leo algo de lo que a mis manos suele llegar (…) Tengo en mi rara sensación de un ser que hubiese muerto sin llegar a realizar sus aspiraciones. Acaso te parecerá extraño [,] pero es así. Llevo una vida necia, estúpida, opuesta en todo a mis gustos i sentimientos, consagrada a un solo culto, sacrificada a un solo objetivo: [] el deber!» (BVega, 267-68).
La maestra se desahoga ante el hijo sustituto: «Yo que fui siempre perezosa i triste como mi raza, he caído en una extrema laxitud. Ya ves que ni a mis amigos escribo.» (BVega, p. 268). ¿Cuál raza? ¿La africana, la haitiana, la afro dominicana?
Y LF describe el medio deletéreo que la ha reducido a la nada: «El dolor extremo como la extrema alegría pueden engendrar algo; pero este ambiente gris en que me muevo es infecundo, ha matado en mí todos los gérmenes.» (BVega, p. 268).
Cierra su última misiva con el anhelo de leer Horas de estudio y con la exaltación de la futura grandeza que LF, al igual que Mercedes Mota, profetizó en aquel inicio de siglo XX: «Quiero leerlo con el amor con que leo todo lo que produces, con esa noble vanidad que siento cuando te veo acercarte a la cima, aunque a veces tenga que hacer un gran esfuerzo para seguirte paso a paso i preveo que llegará un momento en que serás para mi inaccesible (…) Te veré desde el llano. ¿Quién me hizo mutilar las alas? ¡Acaso las anuló la convicción de que nunca alcanzarían tal vuelo!» (BVega, p. 268)