Los leonelistas  hacen toda clase de piruetas verbales para intentar minimizar los efectos de recientes excesos del expresidente Leonel Fernández, en su propósito de imponer, contra toda lógica democrática, su candidatura a las elecciones del 2020, que de ganarla y volver a la Presidencia, no sería más que otra forma de reelección diferida, algo con lo que no está de acuerdo mientras de él no se trate. Pero si algo revela o deja al descubierto este esfuerzo de sus seguidores, es la absoluta falta de control de las emociones del exmandatario, como ya se hizo evidente en aquél famoso discurso tras su derrota interna en la reunión del Comité Político en Juan Dolio y en una serie  posterior de artículos semanales en el Listín Diario, dignos de una antología del desconsuelo.

El exvicepresidente Rafael Alburquerque, el más sobresaliente de sus seguidores, ha advertido que el PLD perdería las elecciones si no hay unidad y no se hace un buen gobierno. Para el mejor entendedor esto  tiene solo una lectura, que para el  leonelismo esa unidad no existe ni se está haciendo un buen gobierno. Unidad que en esos predios del oficialismo solo sería posible, como ya han dicho públicamente muchos de sus dirigentes, si el señor Fernández,  ya tres veces presidente de la República, vuelve a ser el candidato.

Su insistencia en comparar al presidente Medina con Trujillo, como ya lo hiciera en el discurso mencionado, y más reciente en estos días, con referencias al intento de reelección de Horacio Vásquez, reelección que en su caso no la estima un  peligro nacional, revela un aspecto oculto de su personalidad; su  evidente incapacidad para administrar enconos y una  férrea decisión de llevarse consigo al partido del cual es presidente si no logra su propósito de ser su candidato. La razón de este desacuerdo no es de principios. La mueve una incontrolable pasión por el poder.