Leonel Fernández no es presidente de la República. Es un viejo caudillo con suficiente acumulación de poder como para mantener proyectada su sombra sobre el pavimento. Es, además, una ilusión perdida en el desencuentro de la sociedad consigo misma. Y, por ende, genera emotividad donde quiera que se mueva. Así sucedió en su reciente entrevista en Silver Sun.
En cada lugar que vaya, habrá un grupo de ciudadanos y ciudadanas despechados con su ejercicio gubernamental. Así opera el presente. Tanto él como su entorno están muy lejos de entenderlo. Están acostumbrados a la inaccesibilidad, habituados a que nadie les pida cuentas. En diversos medios se resalta la línea de “no permitir nada contra el líder”. Era de esperarse. La desconexión de su liderazgo les ha llevado del “pagar para no pegar” al pagar para pegar.
Desde que se preparaba para salir del Ejecutivo, dando los pasos para una reforma política que petrificara su agenda conservadora y, por ende, su hegemonía, Leonel Fernández sabía lo que hacía. Sabía también de los peligros que en una sociedad como esta supone que él (que no es él, sino el entorno que representa y empuja) acumulara tanto poder. Pero el heredero de Balaguer es un político profesional y, como tal, era natural que se decantara por la realpolitik, por el poder, antes que abrir paso a posibles transformaciones del status quo.
Desde el año 2012 asumió una aparente distancia, siempre dejando claro que “el león está observando”. Al llegar la hora de las definiciones, el ex presidente decidió hacer algo más que mirar el tablero. Así, se valió de su influencia sobre el Tribunal Constitucional para seguir el juego en respaldo a uno de los problemas más importantes de nuestra historia reciente: la sentencia 168-13.
Al activar, con esta coyuntura, el tema haitiano (con todo lo que implica), se ha dedicado a cercar las posiciones del gobierno a través de sus aliados de la ultraderecha (que desangran el Estado por diversas vías, haciendo lobby para impedir donaciones al Estado o cuestionando auditorías en el uso de recursos). Tanto el presidente de la Junta Central Electoral como el clan Castillo han jugado un papel importante en el avance de estas agendas para instalar un clima enrarecido en donde el gobierno dominicano hace equilibrios para mantener su estabilidad política.
Lasentencia del mismo Tribunal Constitucional que desconoce la competencia de la Corte Interamericana supone el desmonte de cualquier vigilancia supranacional a las actuaciones estatales. Con esto, se deja el camino abierto al rescate de las viejas formas de hacer política.
La violencia como mecanismo político no es nueva en República Dominicana. Viene de una larga tradición que se remonta a los inicios de nuestra historia. Es una constante y fue en los años 90, con la participación de un nuevo consenso alrededor de ciertos líderes y sectores (que incluyeron a Leonel Fernández), cuando le pusimos pausa.
Hoy, en ese clima crispado y raro, recibiendo ataques en su entorno político por la acusación de manejos irregulares, Leonel Fernández luce acorralado. En su soberbia al sentirse malquerido, con una alta tasa de rechazo y cuestionado en su legado por el indiscutible éxito de Danilo Medina, el ex presidente está herido y tiene pocas opciones. Lo cual lo convierte en un peligro.
Ante este panorama: la amargura, endiosamiento, y desconexión de Leonel,la crispación y violencia de su entorno, el desfase de su discurso, una tasa de rechazo que impediría que gobierne con suficiente legitimidad (y por tanto sin gran estabilidad), un entramado jurídico en afecto con sus intereses, una desbandada de la oposición, una obsesión de los sectores sociales en despolitizar el debate público limitándolo a la corrupción/impunidad, un respaldo de un sector nacionalista obtuso, antidemocrático y pasional, son elementos que plantean un problema para las libertades públicas.
Ese estilo violento, conchoprimista, que desconoce la dignidad de las personas, es algo que hay que impedir para siempre en la política dominicana. Ante los peligros de que esa lógica y ese proceder lleguen al Estado, sin vigilancia de ninguna instancia a quién apelar, la sociedad dominicana debe ofrecer una respuesta contundente.
Esas prácticas violentas, herederas de la peor tradición política dominicana son algo que el propio Fernández debe condenar. Hay que impedir para siempre el autoritarismo en nuestro país. Hay que limitar el acceso al poder de quienes no creen en el modelo democrático y sus formas. Leonel Fernández no es presidente y así debe ser.
El autor es escritor y estratega en comunicación. Socio gerente en @NazarioComunik.