Un niño de ocho años sería el único testigo de la extraordinaria revelación que Leonel Fernández le haría a Jimmy Sierra cerca de un colmado donde se cometía un crimen de lesa moralidad.
Venía presuroso por la calle 23. Atravesó la Máximo Gómez y me encontró donde mi tía Bellita, en la 27, al lado de Café Indubán.
“Te traigo una noticia que te hará estremecer”, me dijo, mientras nos saludábamos con un cariño que ahora cumplirá cincuenta años.
En la esquina, un tiguerito de la familia kinkones, nos hizo una mueca. No sé por qué ese niño me recordaba a Máximo Pérez, el que fue expulsado del PCD y luego abatido a balazos en la William Morgan.
“Sí, continuó Leonel, esta noticia te conmoverá”.
Cuando mi amigo se expresaba así, mucho antes de soñar con el “Nueva York Chiquito”, no se imaginaba que revelación no haría otra que confirmar las palabras con las que Marx enriqueció a Hegel, en el inicio de “El 18 Brumario de Luís Bonaparte”, al decir que la historia se repite dos veces: “primero, como tragedia y después como farsa”.
Deben creerme, todavía él estaba muy lejos de la idea de moderninzación general que enarbolaría en su primer gobierno, a desdén de aquellos que le dirían que era mejor “sembrar batata, yuca y plátano en las calles, túneles y avenidas de las ciudades”.
Y, mientras el niño de los kinkones seguía con sus musarañas, el se frotaba las manos para soltarme aquel notición inaudito.
De la misma manera en que Juan Bosch, su líder, había sorprendido a todo el mundo al proclamar: “Yo soy marxista, no leninista”, pero que luego ¿fue engañado? por los que redactaron los estatutos del partido, quienes se limitaron a hacer un calco de las ideas planteadas por un tal Vladimir Ilich Uliánov, mejor conocido como Lenin, quien en su libro “Qué hacer”, introdujo la idea de un partido estructurado, a partir del centralismo democrático, por estos organismos: congreso, comité central, intermedios, base y círculos de estudio.
Sí, Leonel estaba casi listo para dejar que de sus labios salieran las palabras que, según pensaba, me obligaría a recostarme contra la pared de Café Indubán para no caer por el impacto. Esas palabras le llenarían de un orgullo igual al que sentiría años después, si tomara esa misma Villaespesa y doblara por la Máximo Gómez para llegar a la Peña Batlle, donde hoy hay una estación del metro. Orgullo que crecería al llegar a la esquina JFK, donde tendría la opción de ir al 9 de la Duarte o hasta el final del V Centenario. Pero no. Conociendo a mi amigo sé que preferiría seguir hasta la UASD, donde iría al nuevo comedor, a la biblioteca Pedro Mir, al edificio administrativo o, incluso, a la remozada alma mater. “¡Y construí un centro en cada región que es más grande y moderno que la mayoría de las universidades privadas!”, pensaría emocionado. Aunque la nostalgia lo invadiese al recordar los grupos estudiantiles: Uner, Camilistas, Cujam, Feflas… Y el día en que Bosch dio a conocer un carnet que presentaba a Felvio Rodríguez como delator policial, por lo que obligaría a los estudiantes de la VED y a todos los frentes de masas del PLD, a tomar un receso de años, donde el partido reduciría su influencia en el pueblo al sostener, durante aquellos fatídicos Doce Años: “A Balaguer no le gana nadie”.
Ahí, de seguro que preferiría recordar que el artículo 5 de los estatutos originales del partido exigían a sus miembros: “someter su vida a normas de honestidad pública y moralidad privada”, idea que era la esencia de lo que me venía a decir ahora, cuando el niño de los kinkones, que me recordaba a Máximo Pérez, hacía otra de sus muecas traviesas.
Eran ideas elevadas, pensaría. Pero no tanto como los elevados que construiría en sus gobiernos. Y sus relaciones internacionales, donde haría amigos en los cinco continentes, superando ampliamente a Juan Bosch y a Peña Gómez. Y los hospitales, las escuelas, los apartamentos y todo lo demás, que le convertiría en el tercer constructor de nuestra historia, después de “Papá Trujillo” y el Dr. Balaguer.
Pensaría en las leyes de reforma y modernización del Estado, la de cine y, sobre todo, en su constitución del 2010, que fue ampliamente consensuada y no obedeciendo al capricho de algunos que han convertido en religión este epigrama: “Venga la constitución, un pedazo de papel, se le quita una esquinita: seguimos en el poder”.
Esta última idea no podría pasar por su cabeza.
Era mejor volver en sí. Dejar esos recuerdos del futuro y mirarme de frente. Y darme la noticia espectacular.
“Jimmy”, me dijo entonces, “el partido acaba de expulsar a un obrero porque lo atraparon en un colmado bebiendo, pegado a una vellonera y bailando con una prostituta”.
Ahí me dio una mirada de satisfacción, sin saber que hacía honor a lo dicho por Marx, cuando enriqueció a Hegel.
Respiré profundamente el aire perfumado de la Francisco Villaespesa de los años felices, unido al embriagante aroma que nos traía la brisa del ensanche La Fe. No quería matar la ilusión de mi amigo. Y no le hubiera dicho nada sino veo moverse de nuevo al niño que me recordaba a Máximo Pérez. Entonces, junté las dos manos, entrelazando los dedos para hacerlos sonar, en mi gesto típico de aquellos años difíciles y le hablé de esta manera: “Creo que, en lugar de eso, debieron darle una medalla. Porque, ¿qué hubiera sucedido si en lugar de ese infeliz era a un alto dirigente del partido al que encuentran subiendo a una habitación del Lina o del Jaragua, con una bella secretaria de un banco, para degustar de los mejores vinos y quesos franceses? De seguro que hubieran dicho: “¡Carajo!, el compañero F.J. si es un tiguerazo: se va a tirar a una buena hembra”. O, “Qué suerte tiene E. G. F., a sus años, como dice J. M. Serrat, “encontró la sombra fresca”.
Y seguí así: “el obrero que ustedes han expulsado trabaja toda la semana, de sol a sol, y sólo tiene el sábado para “votar el golpe”. Su secretaria de banco es esa mujer. Su hotel Lina o Jaragua es ese colmado, con vellonera, incluyendo la fila de botellas de cerveza que hace crecer, con sus amigos, en el mostrador. Para saber que existen. Y tienen el mismo derecho que los miembros de los comités centrales y los comités políticos.
¡Son ellos los que merecen los elogios!
Y, al final, le contó la historia de Máximo Pérez.
Una historia tan sensible como la que me tocó vivir cuando Fernando Sánchez Martínez me hizo la confesión más terrible: “Los poetas revolucionarios han sido atrapados por la burguesía y el imperialismo. ¡Huyamos! ¡Todo está perdido!”.
Pero esa es otra historia, que espero contarles en la próxima entrega.
Ahora recuerdo que, cuando terminé lo que les cuento, Leonel hizo silencio, mientras en el colmado de la esquina alguien, junto a una damisela, se apuraba un trago de lavagallo degustando yaniquetes y friquitaquis (con pique y sin pique). Y, al pasar sus ojos sobre el teclado de la vellonera (donde no había Edith Piaf, Mireille Mathieu ni Gilbert Becaud, sino El Chivo Sin Ley, Toña La Negra y Panchito Risek), después de mirar otros nombres, echó la moneda de cinco centavos en la ranura para presionar el botón y disfrutar lo que sigue:
https://www.youtube.com/watch?v=xczUauW46CA
Ahí, el pequeño de los kinkones, llegó al colmo del irrespeto: se agachó impúdicamente y, enseñándonos su trasero descubierto, que movía rítmicamente, nos lanzó esta tonadilla: “Uititío, uatatao: come arroz con bacalao”.
En lugar de avergonzarnos, nos morimos de la risa.
Yo puedo decirlo.
Yo estaba allí.