Hace 100 años, el filósofo Ludwig Wittgenstein (1899-1951) publicó el Tractatus Logico Philosophicus, una de las obras más influyentes en la filosofía occidental del siglo XX.

El Tractatus es un libro escrito en forma de aforismos cuyo propósito es trazar los límites a lo que puede ser pensado, lo que puede ser expresado con claridad y exactitud. Estos límites vienen dados por el lenguaje. “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. (Tractatus af. 5.6).

Por consiguiente, los grandes temas abordados por la tradición metafísica occidental -como cuál es el sentido de la vida, en qué consiste la naturaleza del sentimiento artístico, o cuál es el significado de la experiencia religiosa- son pseudoproblemas, interrogantes confusas que no pueden responderse pues carecen de sentido empírico; no tienen un método de verificación.

Esto no significa que carezcan de valor o de importancia. En una carta al editor Ludwig Von Ficker, Wittgenstein señala que el Tractatus consta de dos partes: la primera, expuesta en el texto, más “la importante”, no escrita y relacionada con el sentido del mundo.

Parece una tomadura de pelo, pero no lo es. Wittgenstein se refiere a que su escrito constituye un ejercicio por mostrar cuales proposiciones tienen significado empírico y, por tanto, pueden decir algo sobre el mundo -el conjunto de las proposiciones de la ciencia natural-, pero no puede escribirse nada con sentido sobre los asuntos vitales de la experiencia humana, irreductibles a la ciencia.

Y en este ejercicio, Wittgenstein muestra un nuevo modo de filosofar. No se encargará ya la filosofía de esos asuntos vitales, no consistirá en un sistema de proposiciones sobre temas de los que no podemos hablar con sentido, sino que consistirá en una actividad clarificadora de nuestro lenguaje que muestra lo que puede ser dicho, delimitando lo expresable de lo absurdo.