Optimismo y pesimismo permean las sociedades a través del tiempo, solamente arbitrariedades del destino son capaces de  cambiar  la visión  que  una colectividad tiene  del mundo que la rodea. Igual sucede con el individuo, que ilusión y  desencanto  les van  llegando poco a poco. También  la confianza.

Estudiando  cuidadosamente nuestros índices de desarrollo,  servicios básicos, condiciones de vida, niveles educativos, y los de la corrupción, es difícil acogerse al optimismo. En cinco décadas hemos alcanzado muy poco, y ese fracaso cala y se asienta en el  inconsciente colectivo alimentando la desesperanza en cada  generación.

Al ciudadano dominicano le resulta cuesta arriba sonreír ante el futuro. El optimismo  es aquí  privilegio de aquellos que prosperan y gobiernan, unos pocos, pero no es sentimiento que anida en esas mayorías que caminan con “el estómago en pijama”, sudorosas, inseguras, mal pagadas, desempleadas.

Si evaluásemos objetivamente el conjunto de quienes nos han gobernado, resulta  justificado y factual afirmar que han sido incompetentes y dolosos. Cumplido medio siglo de alternarse el poder, nos mantienen todavía  enchivados en caminos vecinales del tercer mundo.

Solamente si pudiese imponerse por decreto  el “panglosismo” – ese optimismo irreal  del que se burlara Voltaire a través de su personaje Panglos – y se ignorara pasado y presente, podríamos ver con ilusión el porvenir. 

Y en estos días, aparte de optimismo, también se nos pide “confianza en la justicia”. ¡Habráse visto cosa igual! No sé si fue una petición bien intencionada, o parte de alguna estrategia mercadológica, pero llega como una solicitud extraña. Pretender dejar a un lado una catastrófica  realidad  jurídica, que desde siempre impide cualquier atisbo de confianza en sus instancias, es desacertado.   

Cuatrienio tras cuatrienio, continúa incólume el descrédito de quienes aplican las leyes, promovido por una imperturbable venalidad política. Balaguer perdonó al trujillismo (sus sucesores también); los perredeistas a Balaguer; el PLD al balaguerismo; los del PRD a Leonel; y  hoy, el liderazgo del PRM coquetea con el gobierno. No se puede olvidar que, en plena zona constitucional, los asesinos de las hermanas Mirabal – condenados en juicio público y televisado – fueron liberados por antiguos compañeros de armas.

Entre políticos y poderosos, la ley es moneda corriente. Ninguno, con excepción de Juan Bosch, puede tirar la primera piedra. Son caudillos de manigua, a lo Concho Primo, y consideran que el compadre, el compañero, y sus intereses, valen más que cualquier código penal.

Obligado desde afuera, y presionado por la  Marcha Verde, el gobierno ejecuta un sainete  judicial con un puñado de chivos expiatorios – muy pocos, por cierto, si consideramos la magnitud y la generalización  del robo público, y el  hecho de que el Presidente actual debería ser investigado. La procuraduría presentó expedientes chatarras, para que del resto se encarguen  los jueces del partido. Ya casi no quedan presos, si es que los hay.

Es por esa chapuza y unos cuantos sometimientos más, que se nos  pide “confianza en la justicia”. Ese llamado es un peculiar desatino, muy conspicuo, viniendo de un estudioso inteligente del desastre institucional nuestro. Mucho tendrá que cambiar hasta dejar instalado   el optimismo en la sociedad dominicana; y muchos presos tendrán que haber para superar el descreimiento en la justicia.

Es que el daño que han hecho es mucho. Cinco décadas demoliendo cualquier atisbo de confianza no se borran con amaracos judiciales y exclusión de culpables. Mucho menos con inexplicables peticiones de fe.