Hace muchos años tenía una muy buena relación con un importante librero de la capital, ya fallecido, de cuyo nombre no quiero olvidarme porque era una gran persona, algo mayor, muy inteligente, muy leída (faltaría más), muy locuaz, y con unos vagones de ferrocarril en cultura literaria y religiosa encima, pero algo desconfiado por naturaleza y por las pícaras experiencias de algunas personas que iban a su local y se llevaban el género sin pagar.

Muchos de sus clientes eran intelectuales de gran fuste y de alto reconocimiento en todo el país pues gran parte sus libros eran seleccionados para este tipo de público. También me llevaba bien con su mujer, la que atendía con extraordinario celo comercial el mostrador y que no era algo, sino todo lo desconfiado que se puede ser, desde las plantas de los pies a los cabellos del moño y desde el hombro derecho al izquierdo, chequeando siempre de reojo, pero con ojo de águila escrutadora, a los compradores que seleccionaban, abrían y leían unos párrafos sobre los autores, las informaciones editoriales, o de algunos capítulos, o apilaban libros en montones para pasar después por caja y que casi siempre se tardaban unos minutos largos y hasta alguna que otra hora en estas sesudas tareas.

Tal vez fuera porque yo le compraba una buena cantidad de libros, porque los tres éramos procedentes de regiones muy afines, o porque teníamos una buena diferencia de años, el matrimonio librero que no tenía hijos me tomó una gran estima y sobre todo una gran confianza ¡Milagro, Milagro! Podía estar una mañana o una tarde enteras merodeando por los estantes sin ser vigilado y era uno de los pocos -tal vez el único- al que le fiaban algo o todo del monto de la compra. A veces les decía en son de broma que el único delito que no debería estar penado por la ley era el asalto y saqueo a las librerías, pues redundaría en bien de la cultura popular. Como podrán adivinar no les hacía ninguna gracia, pero ninguna en absoluto y me decían medio en broma y medio en serio que yo tenía un fondo de anarquista y revolucionario ¡Acertaban sin estar seguros del todo!

Un día se me ocurrió la idea de cómo leer libros sin pagarlos y desde luego sin robarlos y pensando-pensando surgió una posibilidad bastante posible. Por aquel entonces daba clases de publicidad los días jueves en una universidad del interior y le dije al ya mi buen amigo: déjame llevar varios libros para ver si te vendo algunos entre los profesores y estudiantes. Le pareció una buena idea pues aumentaría en algo sus recaudaciones y no arriesgaba nada. Si compraban excelente y si no los ejemplares volvían a sus estantes. Nada que perder y algo que ganar, negocio redondo.

Así que un día antes de marchar para universidad escogí siete u ocho libros, tres o cuatro sobre publicidad, marketing, comunicación, y los restantes sobre temas y autores de literatura que me interesaban a mí. En la universidad se los mostraba a quienes les podía interesar y casi siempre se vendían dos, o tres. Los precios eran los mismos que en la librería, no les ganaba un solo centavo, incluso llevaban la etiqueta con los originales, ni tampoco nunca obligué a los estudiante a comprarlos, si los querían porque eran de su materia o afines y les interesaban bien, y si no también, jamás me aproveché de la presión que puede tener el maestro sobre el alumno ¿Cuáles eran los beneficios míos si no percibía pago o comisión alguna del librero? Pues vean el ¨quid¨ del invento.

Como seleccionaba dos o tres de literatura o temas que me gustaban, el viernes, el sábado y el domingo después de asistir a las clases no aparecía por la librería y me dedicaba a leer los que podía con sumo cuidado al pasar las páginas para que no se no se notara que habían perdido su virginidad editorial. El lunes llegaba con los cuartos en mano y libros sobrantes en tierra, digo en el mostrador. Así duré un buen tiempo hasta que mis clases finalizaron.

Mis amigos libreros siempre estuvieron contentos con este sistema pues si bien las ventas eran una pequeña cantidad mensual se aplicaba aquello de grano a grano se llena la gallina el buche. Si acaso pasaban una o dos semanas -raramente- sin vender ningún libro entonces les compraba uno o dos de ellos y todos felices. Yo leía gratis o a muy buen precio, y esa era mi ganancia porque si uno hace un trabajo hay que cobrarlo en dinero y a falta del mismo, en especie ¿o no?