Muchas veces me he preguntado si los dominicanos leemos menos que antes. Ciertamente leemos más los periódicos, en parte por el advenimiento del Internet. No lo sé a ciencia cierta, pero me temo que la lectura de libros ha disminuido.

Me parece que una primera razón de esta disminución es tecnológica: Tanto el Internet como los celulares – como antes la televisión y la radio – han ido suplantando a los libros como medios de información y esparcimiento, como fuentes de cultura general. El Internet y los celulares están cambiando nuestro cerebro para siempre. Por su culpa, nuestra atención está cada vez más dispersa – atendemos Facebook, Twitter, Wassap, al mismo tiempo. Por su culpa, fijamos nuestra atención por cada vez menos tiempo – buscamos en Google, leemos dos líneas y de ahí no pasamos. Esta situación hace que nos sea cada vez más difícil dedicar tres cuartos de hora a leer un libro sin ningún tipo de interrupción.

Pienso que hay otra razón, esta vez económica. Los libros son en nuestro país, lamentablemente, artículos de lujo. Los altos precios de los libros pueden ser explicados por varios factores: En primer lugar, por los altos impuestos aduanales a los que son sometidos los libros importados. En segundo lugar,  pura y simplemente por los altos precios de los libros en general: Aún los libros criollos se venden muchas veces a precios exorbitantes.

Podemos encontrar una prueba de la perdida afición a la lectura de libros en los nombres con los que declaramos a nuestros hijos. Siempre me he maravillado de los nombres de muchas personas de cierta edad, nombres que indudablemente vienen de los libros.

Citaré, de memoria, algunos ejemplos. Los primeros que dieron a sus hijos el nombre de Ambiórix, debieron leer sin dudas Las Guerras de las Galias, de Julio César; los padres de mis recordados Verutidio Ramírez y Tabaré Espaillat – que Dios tenga en su gloria – debieron haber leído, respectivamente, El Mártir del Gólgota, de Enrique Pérez Escrich, y Tabaré, de Juan Zorrilla de San Martín; el padre de Rudyard Montás – a quien espero conocer en un futuro no muy lejano – leyó sin dudas al poeta y escritor inglés del mismo nombre; los que originalmente dieron a sus hijas el nombre de Miledy – adaptación al español de Milady – seguramente leyeron Los Tres Mosqueteros de Dumas.

Por otro lado, los que, durante la década de los setenta dieron a sus hijos los nombres de Marx, Lenín y Engels debieron haber leído algunas de las obras de los mismos; es probable que los que prefirieron a Lincoln, Washington y Roosevelt leyeran alguna obra de historia norteamericana.

Pero sus lecturas no debieron limitarse a la literatura y a la historia: La Biblia fue también una fuente inagotable de nombres. No hablamos ya de los nombres más conocidos de la Biblia, sino otros como Boanerges, Berenice o Eleazar, solo conocidos por quienes debieron leerla a fondo.

Tampoco se limitaron sus lecturas a libros extranjeros. Quienes bautizaron a sus hijos con los nombres de Guarocuya y Cotubanamá, por ejemplo, tuvieron que haber leído el Enriquillo de Galván o algún libro de historia de nuestra patria.

Es cierto que muchos de estos nombres son todavía más o menos populares. Pero, probablemente, pocos de los que los han preferido saben, por ejemplo, que Ambiórix fue un príncipe galo que se enfrentó a la invasión de los romanos y que Verutidio fue un general romano, no sabemos si real o ficticio.

Acaso el abandono de la lectura de libros y la afición a las nuevas tecnologías expliquen muchos de los nombres que hoy se prefieren, nombres tan extraños, tan influidos por la cultura norteamericana, que no puedo recordar ninguno.

He aquí una hipótesis muy personal.

Por mi parte, he logrado combinar los viejos libros con las nuevas tecnologías: Utilizo, no como un sustituto sino como un complemento, un lector de libros digitales que me permite andar siempre con unos doscientos libros a mano. Es de todos conocido: Los bibliófilos tienen mucho de fetichistas.