A Renato Leduc nunca le gustaron las estatuas, por los perros y palomas que las frecuentan con fines poco gratificantes. Poeta, periodista, escritor, cronista, aficionado a los toros y a las sabrosas charlas de cantina, Renato nació  la ciudad de México, en el otrora pueblo de Tlalpan el 16 de noviembre de 1897 y murió allí mismo, el 2 de agosto de 1986.

Escribió uno de las poesías más famosas, esa que habla de «la dicha inicua de perder el tiempo». Elena Poniatowska lo define como una leyenda inagotable, pues de qué otra manera podríamos llamarlo si, siendo aún adolescente, fue el telegrafista de Pancho Villa; en plena Revolución Mexicana.

La vida de Leduc se forjó de mitos y anécdotas legendarias. Una de éstas cuenta que fue una apuesta la que lo motivó a escribir el célebre poema. En alguna de las muchas cantinas que visitaba, lo habrían retado a rimar la resbalosa palabra “tiempo”… ya sabemos el resultado.

Un soneto redondo y recitado por todos, lo más notable es que se ignore al autor, aspiración máxima de cualquier poeta: su nombre se esfuma mientras sus versos persisten. Marco Antonio Muñiz y José José le pusieron música, ayudando a su arraigo popular: 

Sabia virtud de conocer el tiempo;

a tiempo amar y desatarse a tiempo;

como dice el refrán: dar tiempo al tiempo…

que de amor y dolor alivia el tiempo.

Él mismo compartía humildemente de sus leyendas, como aquélla con María Félix. Amigo de Agustín Lara y la Doña, cuando éstos eran esposos, los tres iban a la Plaza México, a los cocteles de las embajadas, a los cabarets. En una ocasión, María ya se habría separado de Agustín, le propuso, mitad en broma, mitad en serio, casarse con él. Poniatowska consigna su genial respuesta:

« No, no me chingues, María. Yo estoy muy contento de ser el señor Leduc, ¿por qué voy a ser el señor Félix? No hay más que un hombre en la Tierra que pueda casarse contigo sin menoscabo de su personalidad». ‘¿Quién?’, preguntó La Doña. « El mariscal José Stalin».

Recordemos que en aquella época, la sonorense era la diva de divas, a todos traía de cabeza: a Jorge Negrete, con quien terminara casándose, a Diego Rivera al que siempre ignoró, pese a las cartas llenas de dibujos y suspiros que le enviaba con triste puntualidad.

Con quien sí se casó fue con Leonora Carrington. Se conocieron en el París de la ocupación. Leduc era diplomático en la embajada mexicana y sus gustos literarios lo acercaron a los surrealistas. Ella había venido desde Inglaterra para instalarse con el pintor también surrealista, Max Ernst, de quien estaba enamorada pese a la negativa de su familia y la diferencia  de edad (ella de 20 años, él casi con 50), no importa «el amor todo lo puede» dicen en las telenovelas. Corrían los tiempos de la Segunda Guerra Mundial y, pese a que Ernst era alemán, no pudo salvarse de caer en las garras de los nazis. Fue apresado y remitido a un campo de concentración.

A Leonora, la trágica separación le provocó una crisis nerviosa, por lo que la recluirán en un psiquiátrico en Santander; del que logra escapar. Leduc que para ese entonces trabajaba en Madrid, le propone matrimonio para rescatarla de la guerra. Ella acepta y después de un viaje largo (primero viajaron a Marruecos donde toman un barco hacia a New York, luego prosiguen en carro)  llegarían a la ciudad de México en 1941. Un par de años más tarde se divorciaran, no sin nostalgia (de él), ese era el trato, relatan Joel Hernández y Luis Carlos Sánchez del periódico Excelsior.

También era famoso por preferir y proferir la grosería certera al eufemismo educado. A un pendejo no le podemos decir “tonto” si queremos expresarnos con precisión. Un pendejo será siempre un pendejo, sostenía, ajeno a cualquier postura políticamente correcta; tan fatigosa y excesiva en estos días.

No tenemos de la mosca la voluntad tenaz, escribió Renato refiriéndose con modestia a su obra. Hoy, a treinta años de su muerte, nunca falta quien le recuerde al jardinero de la plaza de Tlalpan que le eche un manguerazo a la estatua del poeta…