Cerrando los artículos sobre pandemias, llegamos a COVID-19, la pandemia causada por el nuevo coronavirus desde diciembre de 2019 (SARS CoV2), cuando sus primeros brotes fueron identificados en la provincia de Wuhan en China. Al momento de escribir este artículo más de treinta cuatro millones de casos están reportados con una letalidad global cercana al 3% y una recuperación cercana al 75%. Están en ruta varios proyectos de vacunas, se aplican tratamientos de variada gama, los diagnósticos cada vez son más rápidos y precisos… pero la pandemia sigue incontenida, más ahora con la sombra de rebrotes o recontagios. Solo las medidas de prevención personal, familiar y comunitaria garantizan el bienestar, por el momento.

Se evidencia que su impacto sobre la mortalidad es, a la fecha, mucho menor que todas las pandemias hasta aquí descritas, cuyas razones no vamos a discutir en este espacio pero obedece a razones muy variadas, en algunos casos, y aún por descifrar, en otros. No cabe duda que el aspecto mediático, más que el desconocimiento y la incertidumbre –como aquellos vividos en el pasado- ha jugado un papel determinante en el temor y la angustia, aunque, vale decir, también en fomentar una mejor cultura de prevención consciente.

Ahora se busca un trayecto seguro hacia la desescalada, después de períodos de cuarentena y restricción, para adentrarnos a la nueva normalidad, la del siglo XXI, como tal la tuvieron que afrontar las sociedades de los siglos III, VI y XIX.

En la medida en que los efectos secundarios de esta pandemia se dejan ver, más nos damos cuenta qué tan similares son a los del pasado que, resumidos, son económicos y sicológicos; solo que esta vez ocurre en un mundo distinto al de la pandemia de 1918, al de la Europa medieval o al del Imperio Romano.

Las actuales hegemonías imperiales, a contrapelo de las del pasado, descansan más sobre las fuerzas económicas que sobre las militares. En el actual entorno globalizador, las naciones se integran en materia financiera y de comercio con más adherencia, de donde, la mayor intercomunicación entre los centros de poder mundial, y con especial énfasis, sus transacciones comerciales, requieren de la buena salud de las economías para mantener su primacía. Cabe reafirmar, que la salud de las economías se mide en la salud de la población.  Efectos e influencias derivados de los impactos generales de la pandemia amenazan a los países más industrializados en la misma forma que sobre los menos, haciendo la salvedad de que, por el tipo de pirámide invertida de su población, los más avanzados corren riesgos de difícil superación a corto plazo. Dicho de otra forma, por su reducida población joven la letalidad es más impactante y los costos de atención más altos. Los aventaja el dinero, que permite la adquisición de la mejor tecnología y el mayor número de tratamientos o vacunas, cuando estas últimas estén disponibles.

Antes, como ahora, el mundo se redirige a otros rumbos, pero siempre quedan olvidos e indiferencias en el camino que nos impiden estar mejor preparados. Los gobiernos han flexibilizado las cargas impositivas (aunque a veces el vaivén político saca esta necesidad del contexto) y asistido a las masas más sensibles, apoyando programas de preservación del empleo y fortaleciendo los servicios sanitarios y de bienestar general.

Más que conocidos, son sufridos los profundos efectos en las economías nacionales y familiares, como altas tasas de desempleo y descontrol de precios de los bienes necesarios que no dejan de gravitar sobre ellas, como espada de Damocles. Esto, sin duda, tendrá una repercusión severa y de larga duración para países no industrializados en sus planes de contingencia y control definitivo de la pandemia pero, más importante y determinante aún, sobre las enfermedades prevalentes que han quedado muy a la saga en estos días. Y nada que decir sobre el costo que tendrá para los países la adquisición de la esperada vacuna. Pero, mientras esta no llega, y que tardará más de un año en llegarnos en forma segura y efectiva, otros aspectos también impactantes en la salud general se quedan solapados, por ejemplo, la salud mental.

Países como República Dominicana no han concentrado su mejor esfuerzo en la salud mental de sus habitantes (ni antes ni ahora) lo que, a la larga, será un factor decisivo en la reintegración sana de las personas a la vida diaria y en la recuperación de la confianza general en futuros más prometedores.  España ya ha titulado que cerca de la mitad de su gente tendrá algún grado de disturbio sicológico. La enfermedad, la convalecencia, la pérdida de cercanos, la impotencia, el desempleo o la baja productividad y el constante bombardeo con noticias falsas y alarmistas de los medios de mayor difusión, son estímulo más que suficientes para el desarrollo de vulnerabilidades sicosociales de difícil solución una vez instaladas.

Un estudio español destacó que, entre los colectivos más vulnerables, están los profesionales de la salud, los familiares de pacientes que han fallecido y las personas con sicopatías previas. Podemos agregar que otros segmentos de población son igualmente lábiles de daños colaterales, como los envejecientes, cuya tendencia a la depresión y al autodaño en este régimen de aislamiento y restricción puede incrementarse. Imaginemos a parejas incompatibles en confinamiento o personas con discapacidades. Un niño aislado o encerrado es un niño potencialmente agresivo.

Las posibles secuelas en la función cerebral versus la salud mental como parte de la propia respuesta inmunológica al virus es, en este momento, un tema de debate. De haber alguna relación causa-efecto, la acción será más inmediata y urgente de lo supuesto.

Es el momento de preguntar ¿qué no pensaron los que antes padecieron crisis sanitarias como esta para su futuro? No pensaron en lo sicológico en el marco de sus propias realidades. Aún estamos a tiempo. La pandemia sigue y la gente también. Debemos reforzar el sistema de atención comunitaria, contratar más profesionales de la salud mental, integrar brigadas para el sondeo del estatus familiar con equipos profesionales multidisciplinarios, habilitar una plataforma de asistencia conductual vía mensajería o medios masivos de difusión, organizar talleres sectoriales en cada barrio para dotar a la población de herramientas de combate a la afectación sicosocial, en fin, pensar en la mente antes que en el cuerpo porque, la verdad sea dicha, la carga de enfermedad será mayor que la de letalidad.

Quiero concluir señalando que hay que accionar más allá de lo curativo y del alarmismo, porque, como señalara el presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, Dr. Celso Arango, «va a haber una afectación que será dispar y que va a acentuar todavía más las inequidades en la población general».