Fueron muchas las causas de la caída de Trujillo: la degeneración del régimen, la degradación moral del tirano y el hastío que el estancamiento social y la férrea represión fomentaron en la sociedad. Sin embargo, se pueden apuntar dos hechos sobresalientes. Primero el intento de asesinato del presidente Betancourt, de Venezuela, en junio de 1960, que provocó el aislamiento total del régimen, y el todavía más grotesco asesinato de las hermanas Mirabal y el chofer que las acompañaba, a finales de noviembre de ese mismo año. Este último acontecimiento rompió los débiles lazos que todavía unían a Trujillo con importantes sectores de la sociedad. Naturalmente, estos dos hechos fueron secuela de las expediciones de junio de 1959, que marcaron el principio del fin de la etapa de sombras que oscureció a la nación por más de treinta años.

Glorificar a Trujillo es una osadía y una imperdonable justificación de la tiranía. Es cierto que algunos gobiernos después de su muerte no llenaron las expectativas nacionales. Y que está todavía en construcción un estado de derecho propio de una democracia madura. Pero los vacíos institucionales no son más que el legado que la misma tiranía de Trujillo nos dejara.

Nuestro pobre concepto de la justicia, las arcaicas estructuras del sistema educativo en proceso de cambio, por más que los maestros de entonces fueran mejores que los de ahora, y todas aquellas otras fallas del quehacer democrático nacional son fruto de aquella era. Incluso, el desorden generalizado que se observa en ciertas facetas de la vida nacional, es resultado de un miedo oculto al orden regimentado que Trujillo impuso. Creer que puedan defenderse valores reivindicables en una tiranía como aquella, es una ofensa a la conciencia de los hombres y mujeres libres de esta o cualquier otra nación. El único momento realmente grande de esa época fue la noche en que lo mataron.