¿Está el doctor Roberto Rosario vinculado al crimen organizado? ¿Se le atribuye, acaso, estar asociado a algún cartel de la droga? ¿Figura implicado en el tráfico de personas o cualquier otro delito de lesa humanidad? ¿Tiene causas pendientes con la justicia estadounidense? ¿Está reclamado por la INTERPOL? Nada de esto. ¿Qué justifica entonces la suspensión de su visa personal y diplomática por parte del Departamento de Estado norteamericano? Desde que se hizo pública la información, se ha especulado sobre las diversas causas que pudieran estar detrás de la draconiana disposición.
Entre las motivaciones se menciona una posible señal de que el gobierno norteamericano no vería con buenos ojos que el Senado de la República pueda designar nuevamente a Roberto Rosario como Presidente de la Junta Central Electoral. Es una posibilidad que se ha barajado en esa instancia. En todo caso, mediando ahora una reacción de orgullo como elemento adicional de refuerzo, la respuesta del Senado de abrumadora mayoría gubernamental pudiera resultar contraria al propósito perseguido de sacarlo de juego, salvo en caso de mediar una línea contraria por parte del ultra poderoso Comité Político del PLD.
Otra, deduce la misma a animadversión por parte del embajador Brewster, debido a los fuertes enfrentamientos sostenidos con el presidente de la JCE, primero por el tema de la nacionalización de haitianos y posteriormente, cuando se rechazó su petición de ejercer supervisión sobre el desarrollo del proceso electoral, una decisión que no fue adoptada de manera unipersonal por Rosario sino por el pleno de la propia Junta. Esta hipótesis es descartable a nuestro juicio, en tanto resulta más que ingenuo imaginar que la política exterior de la nación más influyente que registra la historia vaya a ser determinada por los resabios personales de ningún diplomático.
Rosario, por su parte, atribuye esta quizás no tan inesperada acción, a la obligada ejecución por parte del organismo de la sentencia 168-13, dictada por el Tribunal Constitucional que fue refrendada por once de sus trece miembros, estableciendo los términos y requisitos para la obtención de la nacionalidad dominicana por parte de residentes extranjeros y sus hijos nacidos en el país. Esta luce la razón más creíble. De hecho, el propio embajador estadounidense había revelado que varias ONGS estaban ejerciendo lobismo y presión sobre el Departamento de Estado en relación con el tema.
Rosario recuerda que ya había sido advertido por el mismo Brewster de que se propondría la cancelación de su visado al Departamento de Estado, de lo cual en su momento se hizo eco la prensa. No parece que tenga otra explicación. De amplio consumo público que no es preciso recrear, el duro enfrentamiento verbal que tuvo por esta razón con el embajador de los Estados Unidos, cuando este censuró y quiso condicionar el manejo del tema por parte de la Junta, lo que Rosario entendió, al igual que la gran generalidad, que se trataba de un nada diplomático acto de inadmisible intervencionismo.
Cierto que al gobierno de los Estados Unidos le asiste el derecho soberano de otorgar, negar o cancelar los visados de entrada a su territorio, como también reservarse el de no dar cuenta pública de las razones de la medida, como ha sido la norma seguida en todos los casos anteriores y acaba de reiterar públicamente en esta ocasión.
Pero no lo es menos que este caso reviste características que le otorgan una condición especial. Prueba de ello es que a diferencia de la norma seguida hasta ahora, a Rosario se le notificó personalmente la cancelación por parte de una Cónsul, quien previa cita le visitó en su despacho de la Junta para informarle oficialmente de la medida.Y ahora se revela, la breve y escueta visita formal que el embajador de los Estados Unidos hizo al Presidente Danilo Medina en el Palacio Nacional para informarle de la disposición.
En la nota oficial enviada a los medios de comunicación por la Embajada de los Estados Unidos dando cuenta de la medida, pone empeño en señalar que esa decisión no afecta “la fuerte relación bilateral entre el Gobierno de los Estados Unidos y el Gobierno de la República Dominicana ni los excelentes vínculos entre nuestros pueblos”. Es un exceso de optimismo.
Por más que se pretenda, no es así. Quiérase que no, sea o no de la aceptación o el rechazo la gestión de Roberto Rosario al frente de la JCE, si la afecta y en grado sumo. No es un tema personal, sino cuestión de principios. Hay razones de sobra para entenderlas como un acto de retaliación, intervención y presión en asuntos que son de la exclusiva competencia del país para ejercer también el derecho soberano a establecer nuestras políticas migratorias, donde se ha propiciado una fórmula de regularización de su status a los extranjeros en condición de ilegales, algo que por cierto todavía las autoridades estadounidenses no han logrado resolver en su propio territorio.
El rechazo a la medida debe ser absoluto, sin exclusiones, al margen de partidarismos ni sentimientos personales en que no cabe poner en juego la simpatía o antipatía por Rosario. Es el derecho soberano del país a desarrollar sus políticas sin intromisiones extrañas el que resulta agredido, aún sea por parte de la nación más poderosa del mundo en cuyo geo-espacio político nos desenvolvemos y con la que estamos impuestos a mantener las mejores relaciones de amistad, pero que deben estar fundamentadas, sin embargo, en el mutuo respeto a los derechos de cada una. Y corresponde al gobierno dominicano, en uso también de esos mismos legítimos derechos soberanos, aún sea como simple gesto de decoro, aun sea utilizando los discretos canales de la diplomacia reclamar del gobierno estadounidense una explicación a tan insólita decisión para que, como expresa la nota de su embajada aquí, no se afecte “la fuerte relación bilateral” entre ambos “ni los excelentes vínculos entre nuestros pueblos”.
Porque ahora mismo, si están afectados uno y otro en grado sumo y muy en entredicho la imagen del gobierno estadounidense envuelta en fea sombra de prepotencia.