Las redacciones de los periódicos no son siempre escuelas de aburrimiento. A excepción de los bajos salarios, allí se pasan buenos momentos. En el periodismo manual en que me desarrollé, en que se escribía en máquinas mecánicas y se usaban bolígrafos para corregir los originales, se gozaba un mundo. En el centro de la herradura que fungía como mesa de redacción, en mi condición de jefe de corrección de estilo y subjefe de redacción de El Caribe, por mis manos pasaron cuantas cosas las alas de la imaginación de los corresponsales de pueblo eran capaces de crear.
Recuerdo aquel reporte policial que hablaba de un crimen salvaje en la que un hombre había asestado a otro quince puñaladas y que según la Policía “afortunadamente sólo tres eran mortales”. En una boda en un pueblo del Cibao, la alegría propia del festejo terminó con un pleito a sillazos en la que “las mesas y las sillas volaban raudas como mariposas en el cielo azul de la sala”. Luego supe que el buen señor que hacía de corresponsal había terminado como poeta.
Los títulos se hacían con rigor, evitando separar las ideas, contando las palabras para no dejar espacios en blanco, ahora muy usados, sin olvidar los verbos, porque no se trataba de rótulos, sino de oraciones que encajaran perfectamente con el contenido de la nota. Reconozco que esta regla no siempre se observaba. Por ejemplo, cuando laboraba en el Listín se tituló a una columna un asesinato a cuchilladas diciendo “matan dos cuchillos” y cuando se publicó que una autoridad municipal había sido acusado de robarse un cerdo, el desmentido se tituló: “Hombre dice no coge marrano”, con la consiguiente queja del director cuando lo leyó.
Un domingo en el Listín no había nada bueno para la primera página. Apareció un suelto de la Iglesia que decía cuando un católico podía comulgar dos veces en un día. Se le tituló a tres columnas en la portada: “Ven cuando dos comulgan”.