Ben Gurion se levantó lentamente de su asiento en una pequeña sala del museo de Tel Aviv. Eran las cuatro de la tarde y aunque se habían reunido en secreto para evitar una intromisión de las tropas británicas, prestas a abandonar Palestina, las calles de la ciudad eran un hervidero humano. Decenas de miles de judíos ortodoxos, liberales, conservadores y comunistas, se apiñaban por toda la ciudad portando banderas azules y blancas con enormes estrellas de David. Los judíos de Europa Oriental habían sido obligados a llevar ese símbolo como un estigma y millones de ellos habían muerto en los campos de exterminio del nazismo.
Esa tarde, del 14 de mayo de 1948, lo agitaban orgullosos. Habían esperado en la diáspora 2,000 años para hacerlo. Durante siglos, los judíos en todo el mundo habían orado y sufrido por ese momento. En la mesa familiar, ante las siete velas del candelabro sagrado de Israel, habían declarado noche tras noche mirando hacia el Este, de cara a la antigua ciudad de David: “El año próximo en Jerusalén”.
Ben Gurion miró a los 65 miembros del Consejo Supremo de la comunidad judaica en Palestina, mientras la Orquesta Filarmónica interpretaba la Hatikva, el himno nacional del Estado a punto de resurgir y comenzó a leer lentamente. Un retrato de Theodor Herzl, padre del Sionismo adornaba la sala. “Procuré dominar mi emoción y leer el documento con voz clara y fuerte, cuando todos se pusieron de pie para escucharla”, escribiría después. “El rabí Maimón, doyén de todos nosotros, pronunció la bendición, dando gracias al Altísimo por habernos permitido vivir para ver este día”.
Por las calles la multitud cantaba y bailaba. Ben Gurion se fue de la ceremonia directamente al cuartel general de su estado mayor. Allí escribió en su diario que el destino del nuevo Estado se encontraba ahora en manos de sus fuerzas de defensa. Y así ha sido hasta ahora.