Después de su breve estadía parisina, la bestia se embarcó con sus familiares y su comitiva en una gira por el Mediterráneo y visitó algunas ciudades del sur de Francia y de su amada España, la putativa madre patria española. Pero España en esos momentos estaba sufriendo la resaca de la guerra civil, con toda la secuela de horrores imaginables, y apenas se notó su presencia. Muy diferente serían el reconocimiento y los honores que se le tributarían en su visita triunfal de 1952 a ese mismo país. El generalísimo Franco lo recibiría personalmente, se darían en público un abrazo de oso que pareció excesivo para la frágil contextura del Caudillo, desfilarían por las calles de Madrid, los diarios y noticieros hablarían de la rancia estirpe hispánica que denotaban los nombres y apellidos del ilustre visitante. Pasearía, la bestia, su sonrisa de hiena por todos los escenarios. Hizo, desde luego, el ridículo luciendo en todo momento el bicornio emplumado del que todos se burlarían en voz baja.
A principios de septiembre las vacaciones tuvieron un final inesperado. Estalló la guerra, la anunciada y muy prevista guerra. La segunda gran carnicería mundial que en menos de seis años convertiría gran parte de Europa en una humeante hoguera.
La bestia era de convicciones pacifistas cuando se trataba de poner en riesgo su propio pellejo y optó por emprender de inmediato el viaje de regreso. Y regresó, por cierto, en un carguero, un enorme buque que no le ofrecía el lujo del yate Ramfis, pero sí mayor seguridad y rapidez. Poco más de una semana duró el viaje que tenía como destino a la misma ciudad de Nueva York donde había sido tan bien tratado. De hecho, sus amigos en las altas instancias del poder imperial lo recibieron más o menos con la misma cordialidad que la primera vez. Lo invitaron a Chicago a conocer las grandes industrias, lo invitaron a Washington donde se entrevistó con su cofrade Cordell Hull, aprovechó para hacerse un chequeo médico en una prestigiosa clinica, y se encontró en Miami con un antiguo aliado que había emprendido la ruta del exilio. Un hombre amargado y roto y empobrecido, como lo define Crassweller, el hombre que en gran parte había contribuido a llevarlo al poder: Rafael Estrella Ureña. La bestia no agradecía favores, pero se compadeció, en apariencia, de la situación por la que atravesaba Estrella Ureña o quizás simplemente vió una oportunidad de infligirle nuevas humillaciones y desplantes, y lo invitó a regresar a país. El iluso Estrella Ureña aceptó la propuesta y la bestia lo trajo en yate, a él y a su hermano, como si fuera un botín de guerra para mostrar a sus amigos y enemigos. Después lo nombró en un cargo, después lo metió preso, después lo volvió a nombrar. Finalmente lo hizo morir, según se dice, durante una operación quirúrgica rutinaria. La bestia era implacable con sus enemigos, y sobre todo con los que habían sido o fingido ser sus amigos.
El regreso de la bestia al país, después de sus merecidas vacaciones, había sido planificado como una marcha triunfal, como si se tratara del regreso de un general victorioso y cubierto de gloria en el campo de batalla. Una especie de apoteosis. Para tal efecto se había dictado una ley que proclamaba el 30 de octubre, el día establecido para la llegada del perínclito, como fiesta nacional. Los empleados públicos contribuyeron generosamente con un diez por ciento de sus salarios a sufragar los gastos del magno evento. Ciudad Trujillo se cubrió de gala, con banderas y guirnaldas y floridos arcos de triunfo por doquier. Las clases serían suspendidas y los estudiantes acudirían a recibir al padre de la patria. Sus cortesanos lo recibirían con todos los bombos y todos los platillos. Por si fuera poco, sus aliados imperiales le habían proporcionado a la bestia como escolta un poderoso destructor de la marina norteamericana, un acorazado intrépido, como el del poema de Pedro Mir.
Algo, sin embargo, salió mal. La bestia regresó un día antes de lo que se había anunciado y regresó de mal humor, más bien de pésimo humor, y se encerró en la Estancia Ramfis, una de sus tantas residencias. No se conoce con exactitud el motivo de su enojo, pero algo tuvo que ver el hecho de que se enterara de que alguno de sus fieles servidores se había atrevido a meterse en su propio bolsillo cierta suma de dinero destinada a financiar los muchos actos de celebración de su regreso. Alguien se había atrevido a robarle a la bestia y el robo, desde luego, no quedaría impune. Rodarían cabezas, por supuesto. Literalmente cabezas.
Para peor, unos meses después, la bestia recibiría un desaire involuntario por parte de la persona de la que menos lo esperaba. El presidente Peynado se murió sin pedírselo, se murió sin su consentimiento. Peynado nunca se alteraba o parecía alterarse, se lo impedía al parecer su peculiar sangre de maco, su extraña sangre fría. Pero es posible que a la larga el cargo contribuyera a acortarle la vida. Abandonó el puesto, tal vez contra su voluntad a mitad del periodo presidencial. Su salud se había deteriorado a causa de la diabetes y antes de morir tuvo que sufrir la amputación de una pierna, pero es posible que ya tuviera amputada el alma. Con su muerte le hizo, eso sí, el único desplante de su vida a Trujillo. Murió el 7 de marzo de 1940, al parecer amargado, afectado por la depresión. Pero una vez que murió, la bestia le rindió todos los honores de estado que correspondían a un gran estadista.
HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [54]
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Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator