Soy de los muchos que creció en un hogar en donde en la noche vieja de cada año se desempolvaban tradiciones para incidir en los augurios del año por venir. Desde una naveta improvisada en una lata de salsa de tomate irradiaba el fuerte olor del incienso que pasaba balance del año dejado atrás y exorcizaba los vicios que nos merodearon. El abrir de puertas y ventanas fusionaba el aire cálido caribeño con aquel humo blanco que llegaba para defendernos de los intrusos del ayer que no son bienvenidos en el mañana. Un ritual placébico que buscaba reiniciarnos el espíritu –aun fuera por unas horas– y que nos energizaba la mirada. Dábamos anuencia a que aquel humo mágico nos parara la respiración. ¡Y cómo no! Aquel humo nos despojaba de cargas metafísicas que nos hacían caminar más lento. El sacrificio merecía la pena.

Aquel ritual generoso extendía la mano más allá de la línea del tiempo que separaba un año de otro. Su propósito era el despojo pero también la planificación del futuro. Aquello implicaba estimular otros sentidos y coincidir con las agujas del reloj que anunciaban el final y el inicio. Se convocaba el gusto mediante las “12 uvas bienhechoras” que pregonaban los anhelos por cumplir. Cada 1 de estos 12 bocados era un trazo de cómo pretendíamos dibujar nuestro destino. No reparábamos en las 12 uvas que no fecundaron la realidad el año anterior; para eso teníamos el incienso que ya nos había quitado esas culpas de encima, que nos había librado de todo mal. Nos importaban los taninos que el hoy acrisolaban en nuestras bocas a través de aquellos bocados. El agridulce que construía futuro desde nuestro paladar. Durante la primera campanada o el primer cañonazo se producía el ritual de cierre en medio de la prisa que anunciaban los abrazos por dar y recibir. Convencido de la solemnidad de lo acontecido, volvíamos a la realidad sabiendo que siempre habría otra noche vieja para que el incienso y las uvas nos dieran otra oportunidad.

Nos compele a hacernos las preguntas que evitábamos y las que ahora surgen de la oscuridad que avisa el terreno de lo indescifrado

Pero de repente llegó el año en que el futuro desapareció. En donde un espectro invisible inhaló y comió todo el incienso y las uvas del planeta. Una borra gigantesca que eliminó esos primeros trazos que dimos para recordar por donde iba cada plan. Un espectro cuya único límite era la atmósfera; poliglota, inodoro, incoloro, desnacionalizado. Coronado en el crisol del caos, sin líneas de tiempos que lo entretuvieran, presentista y con aspiración de omnipresente. Esa fuerza expresada en el síntoma nos impuso el presente como rutina y pateó todas las normalidades. Nos dio permiso para la locura. Nos obligó a hablar con nosotros mismos, hacer de los soliloquios pan de cada día, remedio contra lo desconocido. No estábamos acostumbrados a vivir tan despacio. Ya no era la otredad que nos rodeaba las que nos interpelaba; al desaparecer el ruido, se comenzó a escuchar la voz en falsete que desde nuestros adentros usualmente tanto le costaba comunicarse con nosotros. Una voz impetuosa y franca que aprendió a convivir con nuestros resentimientos, miedos y vergüenzas. Contradictoriamente calmada y ansiosa. Preguntona, necia.

Una voz inconforme con el futuro que el incienso y las uvas nos habían allanado y que aquel virus con impunidad arrebató. Era más fácil enojarse con el espectro que nos robó y no con el futuro que nos robamos nosotros mismos con los espíritus que con humo blanco despojábamos año tras año. Junto con aquella voz, la nuestra, valían más las semanas que los días y la voz, si, la nuestra, se hizo cada vez más fuerte y presente. Pide incienso para despojar y uvas para brincar hacia el mañana. No se hace la cínica y desconoce la realidad, sino que la usa en nuestra contra. Nos compele a hacernos las preguntas que evitábamos y las que ahora surgen de la oscuridad que avisa el terreno de lo indescifrado.

Aquella fuerza caótica denominado enemigo común, nos confinó y nos ha hecho imaginar nuevas formas de vivir. En la calma locura del día a día nos arrullamos en las pequeñas cosas que volveremos a hacer como si se trataran de grandes hazañas. El valor de los besos y los abrazos los aquilatamos pero a la vez los ponemos en cuestión. Repensamos nuevas formas de afecto. Nos desafiamos a pensar distinto, a consolarnos con un futuro mejor y a asustarnos con la idea de que suceda todo lo contrario.

Era muy súbito imaginar que la noche se pondría vieja tan pronto. Se hizo vieja y cotidiana. Sin incienso no tenemos escudo y sin uvas no tenemos espada. Quedábamos solo nosotros y la voz, si, la voz nuestra. Allí, en nosotros, ya no están las respuestas, sino preguntas pesadas como bruma espesa. La magia bienhechora incrustada en el corazón de nuestras tradiciones, se resignó y con ella perdimos la capacidad de pensar la realidad. Estamos a merced de otra mano invisible e igual de destructora. Yo, mientras tanto converso con mi voz en el balcón y le digo: “recarguemos la mirada para sea cual sea el amanecer que nos toque enfrentar. Mañana necesitaremos mucho más incienso.”