En la semana pasada hice una mención rápida sobre el famoso pasaje de Homero en la Odisea en donde Ulises (en latín y Odiseo en griego) atraviesa, atado al mástil del barco, el famoso canto de las dos sirenas. La diosa Circe le había mostrado las peripecias que tendría que afrontar en su viaje de regreso a Ítaca, una vez concluida la guerra de Troya, y le había dado las indicaciones a observar para vencer el fatídico canto sonoro de estos seres míticos.
Las sirenas es un arquetipo cultural que representa la idea de la seducción. No la seducción inocente y perversa del niño que conduce, de alguna manera, a la muerte misma; sino la seducción trágica que desequilibra del norte propio, que aparta de la ruta de vuelta al puerto de origen, del retorno a casa, del lugar soñado: Ítaca. Aunque John Waterhouse representó en un cuadro de 1891 a las sirenas con alas, lo común es representarlas con largas colas de peces o como bellas mujeres que tocan la flauta o el arpa. De canto hermosísimo, quien las escucha queda hechizado y pierde el control de su nave: estrellándose contras las puntiagudas rocas que rodean la isla donde habitan.
Ulises, por encomienda de la diosa Circe, si quería escuchar el canto de las dos sirenas, debía impedirse a sí mismo de cambiar el rumbo lejos de la isla, por lo que colocó ceras en los oídos de los remeros y dio la orden de atarlo aún más al mástil si pedía desatarlo. Así lo hizo y así pudo disfrutar del placer mortal del canto de las sirenas y se alejó de aquella isla para siempre, victorioso.
Franz Kafka posee un brevísimo relato que tituló “el silencio de las sirenas” en donde cambia la perspectiva del relato homérico. Primero, coloca como ineficaz el recurso de atarse al mástil y taparse los oídos, dado que el canto de las sirenas era muy poderoso. En su señorío, las sirenas ya atraían a los marineros desde lejos, solo así se acercaban a sus costas. Luego, el autor checo coloca en las sirenas un arma más poderosa que el propio canto: su silencio. Cuando Ulises esperó su melodioso y funesto canto, las sirenas guardaron silencio “tal vez porque creyeron que aquel enemigo solo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas les hizo olvidar de toda canción”.
Según Kafka, las terribles seductoras no cantaron, aunque Ulises estaba convencido de que ellas cantaban y su truco lo había puesto a salvo. Allí es cuando ocurre el juego de seducción: las sirenas, habían olvidado seducir y solo querían atrapar “el fulgor de los grandes ojos de Ulises”. Las malvadas seductoras son brillantemente seducidas.
La perplejidad kafkiana brota cuando al final del relato nos añade un comentario de la tradición: “se dice que Ulises era tan astuto (…) que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno”.
Concluye Kafka que “tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan solo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo”.
Traje la historia a propósito del discurso político y el buen vivir. Todavía no sé, confieso aterrado, quiénes son las sirenas, los marineros o el mismo Ulises en esta representación ancestral que nos regalan tanto Homero como Kafka, a su modo.
No es solo el discurso de derecha que me parece un gran canto de sirenas, sino también el de la izquierda revolucionaria. Tal vez Kafka haya tenido más razón que Homero al reinterpretar el mito desde su condición existencial. Tal vez todos sabemos que el “buen vivir” es ese canto que se ofrece a quien ya está seducido por uno o por otro discurso. Tal vez Ulises solo representa esta farsa que debemos jugar todos, a modo de escudo, frente a unas sirenas que simulan cantar, pero que, en realidad, solo guardan silencio.
Danilo Medida ha entendido mejor que yo esta historia, confieso. Tal vez se arrogue el título del Ulises que no se dejó encantar por la música del soborno Odebrecht.