I

Es una vieja preocupación nuestra, creo que de todos los que amamos este país y quisiéramos que la democracia, a pesar de todas sus imperfecciones, impidiera el paso  a una dictadura plena o a una tiranía. Ningún pueblo se salva cuando es oprimido. Pensando en las futuras generaciones, como si repasáramos una cartilla optimista, quisiéramos, desde las experiencias que hemos tenido a lo largo de nuestras ocho décadas, en el camino hacia el lustro, siendo demasiado viejos para cuentos, las revoluciones de las cuales vamos a tratar no tienen nada que ver con tiros ni con revueltas populares sino con reflexiones acerca de lo agrario orgánico y de la agroindustria nacionales. Precisamente el jueves 6, cuando ya tenía redactado mi artículo semanal, trataron el tema que desarrollamos, Pedro Brache, presidente del Consejo Nacional de la Empresa Privada (CONEP), que expuso su experiencia y a  quien el presidente de la Junta Agroempresarial Dominicana (JAD), Osmar Benítez, explicó que el consejo de esa institución había tomado la decisión de otorgarle el honor de “Agroempresario del año”. Además participaron el ministro administrativo de la Presidencia, José Ramón Peralta, quien dijo que en Centroamérica y el Caribe no hay un país que sea más competitivo que la República Dominicana; el director Ejecutivo del Centro de Exportaciones e Inversiones de la República Dominicana (CEI-RD), Luis Henry Molina, y el ministro de Industria, Comercio y Mipymes, Nelson Toca Simó. De cuyas opiniones no halaremos. Dejaremos nuestro artículo tal como estaba, ya que   nosotros que estamos fuera de lo político y de lo empresarial, como observadores libres, tenemos derecho a expresar nuestras inquietudes y por lo tanto, al margen de sus optimistas declaraciones, lo dejamos tal cual lo redactamos originalmente.

II

La revolución agraria ineludible

Esta revolución es la más importante. Se trata, hablando con toda vulgaridad, de la comida. Ya lo dijo un materialista burdo: “Yo como y luego existo. Existo y luego pienso”.

Ocurre que, para bien o para mal, por primera vez en nuestra historia, un campesino nacido en una zona agreste, ha asumido la presidencia de la República. Y dije bien: Para bien o para mal. Sin embargo, a ese ciudadano a quien la gente llama familiarmente por su primer nombre, descendiente no demasiado lejano de héroes banilejos, y de otros ciudadanos eminentes, a pesar de su humildad, no es “que le haya cogido con el campo”, es que él lo lleva en sus venas.

Se podría decir que se ha hecho bastante. Es posible, si hacemos comparaciones. Pero le falta dar pasos concretos para que esa revolución avance y sea permanente: Nos referimos a la orgánica y la agroindustrial.

Empecemos por la orgánica. Cuando los de mi generación nacimos, los que andamos por la cuarta edad, rumbo a la quinta, no conocimos en nuestra infancia y primera juventud de alimentos transgénicos. Crecimos comiendo productos sanos, naturales, sin saber que consumíamos y respirábamos, sin la contaminación actual, lo mejor que puede haber en la tierra.

Nos quejábamos leyendo las propagandas de que no hubiera abonos químicos milagrosos para que las espigas fuesen el doble y los frutos más hermosos. ¡Estúpidos tercermundistas! Envidiábamos la muerte en masa a través de tantas enfermedades raras, sobre todo del cáncer todopoderoso que ha llegado y ha sentado sus reales a través de esos químicos.

Los secretos de nuestra longevidad hay que buscarla en esos sanos orígenes rurales. Hoy lo que se está logrando no solo con el cacao y el café orgánicos, sino lo que están aprendiendo nuestros campesinos y los propietarios de grandes predios para aprovechar todo lo orgánico que despreciamos, para convertirlo en abonos, deben motivar a los demás agricultores hasta convertirlos en rutina.

Admiramos las grandes fincas “modelos” que usan todas las tecnologías, que tienen aviones fumigadores, cosechadoras mecánicas, que usan para el rendimiento abonos que enferman y envenenan la tierra, etcétera, hasta darnos cuenta de que esos hermosos frutos y hortalizas no saben igual, pero no de que nos están envenenándonos.

Sin embargo, en medio de lo que fue la revolución agroindustrial y esos males que denunciamos, todavía nos salvamos por nuestras fértiles montañas y por la tradición nacional: Todavía consumimos mucho productos naturales que no llevan la etiqueta de orgánicos: Nos referimos a las producciones de los viejos árboles, los mangos, los aguacates, que no son tan hermosotes, pero sí tan dulces como los que comimos en nuestra infancia o las naranjas agrias. Lo mismo decimos de las yautías, los ñames, los oréganos silvestres y otros muchos frutos y sazones tradicionales. Solo falta que tengamos más conciencia ecológica y diferenciemos lo que es naturalmente orgánico y lo etiquetemos con orgullo, vendiéndolos a precios moderados y decentes.

También tuvimos un presidente con estudios agrarios, que iba a los campos, más a cherchar que a preocuparse directamente por el auge de nuestra producción. El asunto, lo sabe bien cualquiera que como nosotros, nos hayamos criado en un campo pobre en todo sentido. Nosotros, que cuando se proyectaban las leyes agrarias sugerimos públicamente que no se dijera: Tierra para los campesinos sino Tierra para los agricultores. Y qué pasó, que no la recibieron estos últimos sino los políticos hábiles, los compañeros o los camaradas, los correligionarios que se habían fajado, como buenos vagos, a correr en las avanzadas, gritando consignas. En el Cibao la Reforma Agraria ha sido un fracaso rotundo, para bien o para mal. En el Sur y en ciertas zonas del Noroeste la cosa fue diferente. Casi todos los campesinos eran agricultores, no estaban como los cibaeños el día entero frente a las carnicerías y las pulperías opinando o en los billares y sitios de mala muerte. Casi todos los sureños que recibieron su pedazo de tierra, la han cultivado y viven de ella. Casi todos los cibaeños que la recibieron la traspasaron y ahora hay latifundios productivos, porque olvidamos que la agri-cultura es una cultura muy agria si no hay dinero para producir. Si el gobierno, como hacen los Estados Unidos, no se preocupa por la superación en todo sentido de la producción de la comida, no hay tu tía que nos salve

II

La revolución agro industrial

Nosotros hoy, contrario a lo que pensábamos antes cuando teníamos las ideas calientes del socialismo, no estamos contra los dueños de grandes extensiones de tierra, sean agricultores o cooperativas, si están produciendo riquezas. Lo que quisiéramos es que los ricos de este país no fueran tan parasitarios, que no se conformaran con aumentar sus riquezas vendiendo los productos solamente o representando casas extranjeras ofertando lo importado. No. El ejemplo es Estados Unidos, donde unos millares o cientos de millares de productores le dan de comer a los millones de su país y les sobra para exportar, a pesar de lo mucho que procesan, es el ejemplo a seguir. Olvidamos la revolución de los perredeístas históricos, cuando hablaban de producción y de no ser parásitos del Estado.

Revisemos así, rápidamente nuestro pasado reciente. Cuando la avanzada del PRD llegó y se pronunciaron los primeros mítines que hablaron de que aquí podríamos tener producción de tomates suficientes para producir pasta y catchup. Nos reímos de ellos, fueron ridiculizados. Cuando se habló del maíz dulce, también. Ya nadie recuerda a esos pioneros. Ni al propio líder cuando habló de que comeríamos pollos a diario y no los domingos los ricos solamente como era tradición. Las carcajadas deben repercutir en nuestros montes. Hoy, esas producciones son básicas.

Se me dirá, sí, pero los industriales son ricos, no son el pueblo. Sí, les diría, eso es lo malo, pero es también lo bueno. Sin el dinero de ellos no comeríamos esas cosas producidas en el país ni habría para que sobraran para exportar.

Cuando el candidato a la presidencia de mayor buena fe y de conocimiento de la realidad que vivía el pueblo dominicano, proclamó la necesidad de la agroindustria, dando el ejemplo a su regreso del exilio en Brasil. De ese voy a decir su nombre: Alfonso Moreno Martínez. Una noche paseando en el Conde a raíz de su regreso, mi viejo amigo desde los años que tenía una librería en San Francisco para sobrevivir, ya que no podían él y sus hermanos ejercer la abogacía, me dijo solemnemente: “Voy a enseñar a este país a saborear helados naturales de  frutas”. Esa industria, que es hoy “Helados Bon”, nació en la marquesina de su casa humilde en Los Prados. Luego que el país no lo eligiera, perdiendo la gran oportunidad de su historia, Alfonso no se desanimó ni se convirtió en un amargado. Inició una cruzada en las montañas de la Cordillera Septentrional, en las faldas de Quita Espuela, símbolo erecto de su San Francisco de Macorís rebelde, para la producción de cacao y café orgánicos. Enseñó a los campesinos incrédulos y comodones a hacer abonos orgánicos. Hoy es realidad y sirve bien a políticos y empresarios para hablar de una vida sana gracias a su visión utilitaria. La casa comercial Rizek produce los mejores chocolates criollos. En Altamira y en Hato Mayor he visto también pequeñas cooperativas funcionando. Nadie sabe para quién trabaja.

Ocurre, que Alfonso y algunos como el doctor Augusto Duarte Mendoza, enamorado como él de las feraces montañas del nordeste, tuvo junto a otros amantes de la tierra, contactos con suizos y alemanes que deseaban invertir en el país y ofrecían que el ferrocarril abandonado volviera a sus rieles. Ellos lo harían si le garantizaban que la producción cacaotalera se les vendería a ellos. Pero los campesinos, especialmente los terratenientes, se opusieron, para ellos los comerciantes les garantizaban préstamos y eran sus amigos y compadres. Por esos amigos y compadreos el país se ha perdido muchas oportunidades.

Ahora mismo, a pesar de las universidades como ISA en Santiago, y los Institutos que preparan a los futuros agrónomos y a los industriales, las grandes producciones más o menos permanentes, de los citados frutales como los aguacates, mangos, naranjas agrias, naranjas dulces. ¿Cuántas industrias tenemos que procesen estos frutales? Apenas las naranjas dulces. De las agrias hacen unos productos que no gustan ni llenan de sabor nuestros platos. Es una industria virgen.

Los riquísimos aguacates criollos, y pienso en los de Altamira de mi infancia, creemos que darían no solo aceite, que es uno de los más finos del mundo, sino los guacamoles y otros subproductos industriales.

Del mango, da pena. Un viejo amigo mío chileno me dijo que llevó una vez una muestra de los auténticos banilejos, y se volvieron locos, pidiéndoles que enviara varias toneladas. Tuvo que decirle que lamentablemente el país no producía esa cantidad.

“Helados Bon” hizo una mermelada que tenía el sabor. No se le hizo la propaganda suficiente. No hay un dominicano residente fuera del país que no tenga en su imaginario volver a comer un mango banilejo. Y nosotros cuando pasan las cosechas nos quedamos con las ganas.

Mi esperanza es que la próxima Feria del Mango de Baní, tenga como estrella a su producto estelar, el mango banilejo, y lo probemos en una nueva industria de compotas, de mermeladas, de sazones, de jugos procesados con la mayor pureza, de ese y de los demás. En fin, no ir solamente a ver frutas que ya vimos en la carretera en mayores cantidades, ni a lo que alguna que otra empresita ofrezca dulces no bien elaborados, o tonterías así.

Hemos leído que la semilla de la almendra tropical, o silvestre, la corpulenta nuestra que tiene pisos de pagodas/ visitados por los pájaros, como dijimos en un poema, es riquísima en elementos que evitan el cáncer. Aquí se pierden. Salvo cerca de La Ermita, en la carretera de Nagua a Puerto Plata, hemos visto que venden dulces y semillas tostadas.

El Coco. Ahora ocurre que su aceite es milagroso. Eso lo sabían los samaneses y los barahoneros desde Dios, pero ahora es más caro que el de oliva. Ojalá no quede montaña  o valle sin estas airosas palmeras.

Una vez escribí que en Fortaleza, Brasil, había escuelas y técnicos que hacen maravillas con las hojas y con la masa de las cáscaras y con todo lo relativo al coco, que era fácil contratar maestros artesanos para enseñar a los nuestros. He visto algunas muestras aquí, pero allá hacen maravillas. En Venezuela las cocadas sustituyen la leche de vaca.

Con la maracuyá o  chinolas, también hacen ricuras en Brasil.

Da vergüenza que estemos importando semilla de cajuiles, de maní o de auyamas.

Por suerte la macadamia, otro sueño de Alfonso que la conoció en Brasil, combinado con Manuel Arsenio Ureña, los hijos de Alfonso Martínez y el Plan Sierra en general, ya es realidad. Su agroindustria va hacia delante y creo que la exportación también.

Poco a poco hemos visto modestas industrias, casi siempre familiares, que procesan frutos, especialmente en mermeladas, pero la falta de capital para una producción masiva que aminoraría los costos, impiden su éxito total.

Cierto que tenemos tímidas muestra de que hay gentes emprendedoras, pero no tenemos aceite de soya criollo, ni mil cosas que algunos adelantados están haciendo, como los pimenteros,  vainilleros, las siembras de olivares y alcaparreros.

Éramos un país con tierras feraces, con agua abundante y sin embargo casi todo lo importábamos. Trujillo comenzó a procesar la leche en la Industrial Lechera. Ramfis hizo una mezcla con el chocolate para las meriendas escolares llamada Trópico. Geo Heinsen en Bajabonico hizo su famoso queso, y los otros judíos de Sosúa hicieron sus famosos productos cárnicos y lácteos.

Pero no aprendimos las lecciones plenamente. Trajimos españoles y japoneses, pero muy poco de sus aportes lo hemos aprovechado. Claro, en Constanza hay pruebas.

¿No da vergüenza que con tantos arrozales y tantas factorías, aquí no se produzca vino de ese cereal, harina para infantes y otros derivados como el brandy?

De modo, que si yo fuera arrocero, con grandes extensiones, como es necesario que se hagan las cosas, de ahí, el para bien del fracaso en nuestra región de la reforma agraria, ya que solo los que se enamoran de la tierra la ponen a parir, y el arroz, el maíz, los mismos plátanos y guineos, necesitan capital para producirlos, aunque algo se industrializa, falta mucho. Yo enviaría a un hijo mío o a una hija a aprender chino o japonés, para lo cual hay becas, y los haría estudiar la agroindustria de esos países: Los subproductos del arroz, harían que ellos, los productores, fueran más ricos y produjeran más productos vendibles.

Indudablemente, nos estamos perdiendo el auxiliar más grande de la agroindustria orgánica: Los desechos orgánicos, desde los humanos, a los que botamos en las basuras.

No sé cuándo unos ayuntamientos como los del Gran Santo Domingo, van a aprovechar esta riqueza que desperdiciamos. 

Pero hay intereses. No queremos fajarnos. Es más cómodo, aunque nos maten, traer lo extranjero y ganar sentados.

III

Conclusiones

Mi plegaria de fin de año es que del entrante y en el futuro se prediquen, se inculquen los mejores efectos de lo orgánico sobre la salud, que un día todos lo que consumamos lo sea. Que como se ha programado, regresemos al concepto de que somos un país eminentemente agrícola y desde las escuelas primarias se vaya enseñando, sobre todo en  las zonas rurales el amor a la tierra, con el ejemplo de los viejos huertos escolares. El ideal sería el de universidades como ISA y otros institutos que con la producción de sus estudiantes y de su personal se abastecieran. Necesitamos más agrónomos que abogados. Aprovechemos al máximo estas universidades e institutos que forman el personal del futuro.

La revolución agroindustrial es más compleja, más productiva de lo que decimos. Pero para ello necesitamos que el actual presidente en lo que le queda de mandato, le ponga el cascabel al gato o que los partidos emergentes, incluyendo a los Verdes, incluyan en sus programas de gobierno, cosas útiles, necesarias, que aunque hagan a veces, más ricos a los ricos, al final, como está ocurriendo con nuestros campesinos actualmente, los más pobres terminen beneficiándose.

Basta recorrer las buenas carreteras, mortificarse en las malas, para ver cómo ha cambiado el país en los últimos años. Los que no somos paniguados del gobierno ni de partido alguno de oposición, que estamos solo con el Pueblo Dominicano, vemos con los ojos y reconocemos lo que se ha hecho. Fuimos después del paso de los huracanes por la zona norestana desde Punta Cana a Sabana de la Mar, evitando la carretera de Hato Mayor o la del Seibo-Miches, y nos dimos cuenta de que los pobres que han hecho casas de concreto, hicieron buena inversión: Las ruinas, si las había, no eran visibles en las veras de las pistas. Vimos árboles caídos, pero no desforestación. Fuimos a una supuesta Feria del Coco en El Cedro, cerca de Miches y no había pescado con coco… por no decir otras cosas. Por eso terminamos en Sabana saboreando un auténtico menú donde el coco primaba.

En fin, al final de este año conflictivo en todo sentido, al borde de una apocalipsis nuclear, la esperanza que tenemos es que aprendamos la lección y empecemos a aprovechar todo lo que no usamos, que el dinero no lo acumulemos, que lo hagamos rendir en la agroindustria ineludible, con el propósito de alcanzar el ideal de cero químicos, de cien por cien por ciento productos sanos, ecológicos, orgánicos. Amén.