Cuando llueve mucha agua, dicen que hay que hacer como la gente de Moca: la dejan caer. Una sabia filosofía de esa laboriosa provincia que nos sirve para el caso de las repatriaciones de haitianos. Por ahora y por bastante tiempo nos va a caer una lluvia, o mejor dicho una tormenta, y hasta uno o varios ciclones, de acusaciones de todos los tipos sobre el proceso, porque entre otras cosas, no hemos abierto el paraguas diplomático a tiempo para ofrecer al unísono, y como es debido, las explicaciones necesarias para que este caso, tan delicado como amplio y trascendental, se conociera más a tiempo y mejor.

Desde fuera se ve muy “chulo”, de personas muy “sensibles”, eso de venir a hacer el bueno universal y acusarnos en nuestra propia casa de explotadores, crueles, esclavistas, inhumanos, y mil cosas más, con los haitianos, aportando argumentos y falsos y falseados, y en ocasiones exhibiendo pruebas de maltrato muy puntuales, que no pueden tomarse como casos generalizados.

Pero si esos señores bien pagados y bien papeados en nuestros hoteles, en lugar de dar ruedas de prensa, estuvieran aquí viviendo de manera permanente, peleando con los mosquitos, pasando calor, trabajo y el Niágara en bicicleta como la  mayoría de los que habitamos en este patio, las cosas las verían bien diferentes  a como ellos, desde miles de kilómetros de distancia, creen o les dicen qué son.

Hay que partir de que la República Dominicana todavía lidia con muchas carencias económicas y sociales, debemos reconocerlo, pero que a pesar de ello acoge a un millón o más de haitianos, nada menos que el 10% de la población total, que no pueden sobrevivir en su propio país y vienen en condiciones muy precarias de salud, educación y de todas las índoles. Pero, por mal que estén, por mal que vivan en barrios marginados o en ingenios, o por mucho que los exploten laboralmente (¿quién no está explotado aquí, dominicano o no, de alguna manera con estos sueldos tan débiles?) están mucho mejor que en su tierra natal, ya sea como obreros de la construcción, en la agriculturarecogiendo frutos, de guachimanes, vendiendo guineos y mangos en carretillas, helados, esquimalitos, o mil actividades y chucherías más, aumentando así y de manera notoria el ya considerable número de la población dedicada a la producción informal, que no aporta dinero a las arcas nacionales a través de los impuestos debidos, pero que, a cambio. exige cuantiosos gastos para las prestaciones de servicios sociales a esa enorme masa de trabajadores sumergidos, que no se les pueden negar.

De no estar mejor aquí que allá, no pasarían, no de uno a uno, sino a chorros por el guayo con mil agujeros que es nuestra frontera huyendo de la miseria secular del vecino país, con una mano adelante y otra atrás y en demasiadas ocasiones sin los documentos mínimos que los acrediten como lo más elemental que se puede ser en este mundo: personas.

República Dominicana tiene el derecho soberano y el deber para con sus ciudadanos de exigir la legalidad bajo los criterios que considere necesarios, siempre que sean justos, a los residentes de su territorio, para ordenar su seguridad, su fuerza laboral, su entorno sanitario, su sistema cultural, sus infraestructuras de comunicaciones, carreteras, transportes, y sus otros muchos y necesarios servicios públicos, y hasta su identidad como nación. Esto lo hacen todos los países con institucionalidad y ordenamiento legal, y no pasa nada. Pero nosotros parece que somos el dedo malo, al que todos los golpes se nos pegan.

Si llueven críticas, condenas o sanciones, que lloverán a chorros, hagamos como la gente de Moca, dejémoslas caer, es más importante solucionar el problema migratorio de una vez por todas, que afrontar las consecuencias negativas  a presente, a medio plazo, y sobre todo a futuro cercano, que esta situación nos va a causar, sólo por evitar críticas internacionales, por demás, injustas.

¿Cuál sería el mocano que inventó tan estoico dicho sobre el agua: dejarla caer? Si lo ven por ahí, felicítenlo de nuestra parte.