Señores, abran el paraguas por que la que nos va a caer no es poca, y no hablamos de estos últimos aguaceros producidos -por suerte- en gran parte del país, sino de los benditos impuestos que nos tienen hartos y acogotados. Cuando el Gobierno se ha atrevido a anunciar una de las llamadas reformas fiscales semanas antes de las elecciones, es que la cosa es grave, muy grave, y lo hace porque cree que tiene todas las de ganar y después, cuando la lleve a cabo y todo el mundo proteste, dirá eso de “ Ya lo advertimos y ustedes nos votaron, así que ahora toca rascarse los bolsillos”. Ya sabemos, por duras experiencias lo que es una “reforma” fiscal y quiénes son los “reformados” en este patio.
Las reformas, aquí son retóricas complejas de la economía para justificar teorías o propuestas sobre mejoras estructurales de la recepción y distribución del dinero recaudado vía impuestos, pero que al final lo que pretenden -y consiguen- es sacar más cuartos de las billeteras de los contribuyentes, generalmente para pagar los sobre gastos, los despilfarros y los desaciertos que se originan o acumulan en los periodos de gobierno, ya sean al principio como pesadas herencias de los anteriores, en medio porque necesitamos más dinero para esto, eso o aquello, o al final cuando el fardo de las deudas aprieta tanto que lo recaudado y los préstamos internacionales no aguantan más.
Los reformados son los de siempre, los que compran o venden, los que cobran por nómina, y muy en especial ese colchón tan delgado llamado eufóricamente clase media, es decir, los mismos cotizantes de turno. Que sepamos, este debe ser el único lugar donde no existe la gravedad que atrae los cuerpos hacia la tierra, porque todo lo que sube, jamás baja, ya sean los precios de los artículos de primera necesidad, la energía, los servicios, son como los globos llenados con helio para diversión de los niños.
En este país, bendecido por el clima y la feracidad de sus tierras, la vida es más cara en muchos aspectos que naciones desarrolladas, donde la renta per cápita es cinco o diez veces más alta que la nuestra. Pagamos más por los combustibles, pagamos más por los alimentos, pagamos mucho, mucho más por la electricidad y pagamos muchísimo más por los medicamentos. Unas amigas europeos que nos visitaron hace unas semanas nos dijeron que no se imaginaban que los precios en Dominicana fueran tan caros… ”y eso que tú no sabes nada, americana“, pensamos nosotros.
Las reformas fiscales, aquí son tan abundantes como las lluvias de abril y mayo, en los últimos años hemos tenido un chaparrón de ellas, y los resultados sociales hasta el momento no están demasiado claros, por más que las propagandas oficiales traten de mostrarnos con numeritos maravillosos como los del crecimiento del 7% anuales o trimestrales, y repetir según costumbre que vivimos en el país de Alicia, sobre todo en épocas de sacar las urnas a las calles. La sanidad está manca, la educación sorda, la vejez cojea, los sueldos están mudos, y la política bastante ciega .
Uno se pregunta dónde van a para los dineros oficiales, cuando oye en una emisora que una madre desesperada necesita treinta mil pesos para salvar la vida de su hijo. O cuando ve una pensión de un encorvado anciano es de cuatro o cinco mil pesos mensuales. Los dineros que sí sabemos bien a dónde van, son los de los barrilitos, los de las botellas, los de las obras sobrevaluadas, los de la corrupción y tantos y tantos otros derroches.
Bien, en la guerra de los impuestos, ya estamos avisados, aunque en este cado si mata soldado, la reforma viene y además bien fiscalizada, porque si los últimos gobiernos han sido eficaces es en el asunto de articular sistemas para cobrar impuestos, si no con los poderosos o privilegiados que siempre han sabido escaparse, sí al menos con los más fáciles de agarrar, o sea, los pendejos.