“Hay un problema moral en la inversión del dinero. No es indiferente que se gaste de un modo o de otro. […] Ahora se ha visto, por ejemplo, que los banqueros más ricos del mundo eran hombres sensuales, sin espíritu, sin visión, que lo prestaban al que inmediatamente les ofrecía mayores intereses, aunque careciese de verdaderas garantías”. Así escribía Ramiro de Maeztu en 1933, comentando la especulación bursátil desenfrenada y el abuso del crédito que habían provocado el crack de 1929. Una fallida que, como es sabido, sumió al mundo en la mayor depresión económica del siglo XX y, en algunos países, propició la emergencia de regímenes totalitarios como el nazismo.

Las palabras de Maeztu podrían explicar también la crisis financiera que aqueja al mundo desde 2007 hasta hoy. Durante los primeros compases del siglo XXI, y puesto que los tipos de interés eran bajos en Estados Unidos, los bancos buscaron ganancias a través de préstamos más arriesgados y el aumento del número de operaciones. Eso llevó a la concesión en masa de créditos hipotecarios a personas insolventes. Al tiempo que se firmaban millones de de hipotecas defectuosas, los bancos recurrieron a la ingeniería o “magia” financiera para obtener dinero con el que costear nuevas hipotecas. Nacieron así productos como las Mortgage Backed Securities (MBS), esto es, paquetes que incluían hipotecas buenas (prime) y malas (subprime) mezcladas, y que eran vendidos después a entidades de todo el mundo. También las Agencias de Rating alimentaron la confusión, recalificando al alza entidades o productos financieros precarios.

Toda esta carrera alocada hacia el lucro rápido se basaba en el incremento ilimitado del mercado inmobiliario. Cuando la burbuja estalló en 2007 muchos deudores, al ver que estaban pagando mucho por una casa que valía mucho menos que su precio inicial, dejaron de pagar la hipoteca. Muchas cajas y bancos, cuyo capital real era muy pequeño en relación con sus activos –ahora ruinosos–, quebraron o tuvieron que ser rescatados por los gobiernos. Algo que, como se vio en el 2003 con el rescate del Baninter –trágico para la economía del país–, acarrea la injusticia de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas. Los bancos, maltrechos o quebrados, dejaron de conceder créditos a los empresarios, conduciendo a muchas empresas a la desaparición. En países antes prósperos, como España, se desbarató el tejido productivo, se redujo el consumo y se alcanzaron cotas de desempleo del 27%.

Las raíces de la crisis financiera mundial son éticas. Es la falta de moral la que llevó a la especulación descomedida, a la apuesta por una riqueza financiera virtual –hoy evaporada–, en lugar de utilizar el dinero para financiar proyectos empresariales creadores de riqueza. Los bancos deben emplear el ahorro de la comunidad en una función social. Lo cual no significa tanto realizar obras solidarias –aunque también– sino, sobre todo, conceder créditos a los empresarios para que puedan crear proyectos exitosos, generadores de empleo y de productividad. El crédito no debe dilapidarse en hipotecas arriesgadas e ingenios financieros, sino que debe proveer de circulante a las empresas, para que estas puedan crecer, innovar, generar riqueza y empleo. Pues, al cabo, son los empresarios honestos los que, si retribuyen de modo justo a sus trabajadores, posibilitan con su trabajo el bienestar y el crecimiento social de República Dominicana.