“… encontrarlos allí (los sucesos, la historia) donde menos se espera y en aquello que pasa desapercibido por no tener nada de historia –los sentimientos, el amor, la conciencia, los instintos-…”

Michel Foucault

A principios de los setenta, en Santo Domingo no había calles de una vía. Calles tan estrechas como El Conde, La Católica y la Meriño eran doble vía. La Bolívar, la Independencia, calles largas desde su inicio también eran en ambos sentidos. Por supuesto, los automóviles caminaban muy lentamente, paseaban. Para subir hacia el norte, hacia la Ovando y Villa Mella, la Máximo Gómez era la vía natural. Ni por asomo había la cantidad de carros que actualmente. Las noches eran despejadas. De hecho, al que lo cogía la noche tenía que esperar un largo rato hasta que pasara un solitario carro del concho. Tampoco acechaban los peligros de hoy en día. El que no estuviese bien metido en la izquierda revolucionaria podía caminar tranquilo.

Una de esas noches el poeta tomó un carro público justo frente a Bellas Artes, en la intersección axial sur de la ciudad. Casi no había gente, no estaba el pequeño enjambre de las horas pico. Eran pasadas las nueve, tarde para la costumbre de la época. Una sola bombilla de luz amarilla alumbra toda la avenida.

– Derecho, Villa Mella –ofrece el chofer haciendo un ademán indescifrable con la mano izquierda en el aire, a la vez que intenta mirar a un pasajero que espera. Nada, éste gira hacia otro lado con indiferencia. El carro arranca, todos en silencio, sólo se oía el sonido lastimoso del viejo motor.

El poeta iba adelante. (Adelante es más cómodo, va uno solo. Hasta que suben otro pasajero, entonces el cuento es al revés). Apenas vienen carros bajando, las luces siempre amarillas y mortecinas, famélicas. En la siguiente esquina –la Penson-, de nuevo el chofer baja la marcha:

-Derecho, Villa Mella…

Se sube un individuo flaco como un hueso, con los pómulos subidos. El carro sigue. Nueva intersección: la 27:

– Derecho, Villa Mella… –  Aquí hay que detenerse pues es un cruce importante, una estación de transbordo. Insiste: -Derecho, Villa Mella…- Entonces no se utilizaba el claxon, entre tan poca gente es fácil llamar la atención. Sube otro señor.

El poeta se come la noche. Ve con avidez cada actor, cada movimiento, cada detalle. Oye toda voz y sonido, las interjecciones son importantes. Huele el jabón en el aire. Y siente el deseo en sus latidos, en su desesperación y agonía: “!Oh ángel de amor!”

– Chofer, déjeme aquí- rompe el silencio. Por fuera el chirrido de unos frenos hierro con hierro. Se oye la puerta que se abre y se cierra con un sonido de desajuste, de descuadre. El poeta se baja al frente de la agencia de autos franceses, media cuadra antes. Un viejo truco policial para inspeccionar el punto objetivo, verificar personajes y situación. Nada, todo bien. Arriba, en la marquesina, un letrero en plástico rojo y amarillo, con algunos bombillos alrededor -la misma luz amarillenta y opaca- anuncia: Herminia Night Club.

Llega a la entrada. Hay tres individuos, uno sentado frente a un taburete y los otros dos a los lados, los tres bien quitados de bulla, hablando y riéndose entre ellos. El poeta se para en atención frente al del taburete sabiendo que lo va a inspeccionar, es quien autoriza la entrada. Entonces el portero le dedica una mirada simpática, curiosa, mientras se le dibuja una pequeña sonrisa en los labios. El poeta es un joven de quince años, flaco y desgarbado, con un mechón en la frente y un bigote de vello disperso, largo y suave. Pero ¡ah!, una cosa, se está haciendo hombre valientemente. Llega solo, sin tropa, sin chofer. No es de los que entran con suficiencia, que por arriba se les ve falsa como un bisoñé. Eso el portero lo ve y lo defiende:

– Pasa –le dice secamente.

Se abre la penumbra, la semi oscuridad permanente de los burdeles, opaca y titilante. Los olores atacan la nariz. Humo de cigarrillos y la mezcla de muchos perfumes baratos. Un merengón se escucha a lo lejos, y más cerca el rumor de muchas conversaciones vociferadas y el tintín de vasos y copas. Meseros pequeños, de camisa blanca con corbatín, corren para allá y vuelven para acá, acróbatas de bandejas con botellas de ron y refrescos. De repente las chicas descubren en bloque al recién llegado y lo cercan como a una presa asustada.

-Ven papi, vamos a hacer algo –le dice una engolando la voz que quiere hacer sensual. Todas se contonean queriendo mostrar su mejor atributo. Una le muestra unos pechos enormes que brotan por encima de un brassiere demasiado pequeño. Le susurra:

-Mira papi.

El poeta ya está demasiado nervioso, las orejas se le ponen rojas y las manos le sudan. Divisa lo que andaba buscando, una silla salvadora en el bar y se escurre hacia ella dejando el corro vacío.

-¡Bah!, ésa es una jaiva- sanciona una de las damas y el círculo se disuelve a pedazos. Todas vuelven a su posición anterior, unas a un cliente sin futuro, otras a un diálogo entre ellas, y otras más a una espera en solitario. Mientras, el poeta acecha desde su esquina. Pidió un Cuba Libre con limón, pero no lo espera. No le interesa. Desde su posición puede observar con impunidad todo el movimiento. Ya se hizo invisible porque no le interesa a ninguna. Ellas lo saben, hay quienes sólo llegan a mirar. Gente enferma, o bien demasiado arrancados. Pero no es el caso.

Finalmente escoge a una jovencita trigueña de cara bonita. Ojos negros y pequeños, nariz fina y el pelo suave y azabache. La piel limpia y tersa, senos pequeños y las caderas bien formadas. Ese es el tamaño y la dificultad con la que puede lidiar.

– Dame doce pesos- le dice ella.

– ¿Cómo doce? Tú me dijiste ocho.

– ¿Anjá? Ocho para mí y cuatro de la habitación. Dame cuatro más.

El poeta se busca en todos los bolsillos. ¿Dónde quedó el resto? La cosa resulta algo más cara de lo que había pensado. Pero qué carajo, ya está aquí. Además, ¡vamos a lo que vinimos! Aparecieron cinco pesos. Le extendió el billete, que ella tomó con decisión:

– Vengo ahora.

Al rato volvió con una pequeña cartera colgando del hombro y una carta del as de pi en la mano:

– Ven…

El poeta la sigue. Ya el bartender le había puesto la cuenta en el mostrador para que pagara antes de subir. Ella entrega el as en la puerta y sube por una escalera estrecha. La oscuridad se extiende hacia el segundo piso matizada por bombillos pequeños de luz roja. Llegaron a un pasillo que divide a cada lado pequeños cuartos hechos de madera. La joven fue directamente a uno, saca una llavecita de la cartera y abre un candadito.

– Pasa…

Cerró la puerta detrás de él con un pestillo del lado adentro. Era una pieza pequeña. Tenía una cama individual a un lado con las sábanas mal hechas, tendida con descuido, por no dejar. Un abanico destartalado sobre lo que una vez fue una mesita de noche. No había nada más, ni un armario, ni una silla. Una ponchera a la mitad de agua prácticamente en el centro de la habitación.

– Quítate la camisa y acuéstate…

Ella se desvestía, pero siguiendo una partitura. Desde que entraron al cuarto su actitud era diferente. Ya no era seductora, simpática, provocadora. Ahora era mecánica, eficiente. Se quitó el sostén dejando ver dos pechos pequeños y firmes, los pezones duros y cafés. El poeta rabiaba. Se había despojado de la camisa pero no se atrevía a quitarse el pantalón. Mejor cuando estuvieran abrazados. Ella continuó con la falda. Se desvestía como si estuviese sola, la presencia del poeta no la distraía. Finalmente se quitó el panty dejando ver un pubis pequeño bien poblado de vellos largos y negros. Fue a la ponchera y se lavó. Luego a la cama sobre la que se acostó de espaldas:

– Ven, ponte encima de mí.

El poeta obedeció. Se había soltado el cinturón y desabrochado la bragueta, pero seguía con el pantalón puesto. Estaba muy atolondrado. De repente recuerda a la noviecita de su pueblo, la niña dulce de sus sueños. La dueña de sus suspiros y anhelos. Cada noche, antes de dormir, evoca su carita de ángel y con ella se hunde en el sueño más plácido y profundo. Por aquellos ojos tiernos, aquellos labios rojos… Entonces toma a la doncella suavemente por la nuca y hace ademán de besarla. Ella lo rechazó en el acto violentamente, severa, tajante, como si le hubiera pedido lo más perverso y prohibido. Le advirtió solemne:

– Yo no beso.

Aquel episodio torturó al poeta por décadas. La historia se repitió más de una vez. Una, dos, cien veces: – Yo no beso-. Con diferentes prostitutas, de distintos lugares, de distintos países. Pero ¿cómo es posible? Si en la vida común, habitual, lo primero que se provoca es el beso. Un cruce de manos y luego el beso. De ahí en adelante la cosa puede tomar muchas direcciones, pero el beso es lo primero. Ninguna se lo supo explicar bien:

– No, simplemente no me gusta besar – es todo lo que conseguía.

De la fuente más extraña le vino la respuesta: una película de guerra. En ésta, en un alto al fuego los soldados se cuentan sus aventuras amorosas en casa. Cada uno hace su alarde y dice su mentira, y con esto ríen divertidos, se entretienen. De repente uno se pone melancólico y empieza a decir del amor que le tiene a su reciente esposa. Se acaba de casar y… la quiere tanto que no quiere morir en la guerra. Lo de él no es algo pasajero, es amor verdadero. Siente que la quiere profundamente y sueña con tener hijos y ver los hijos de sus hijos. Los demás están sorprendidos. Se refrenan pues la conversación ha tomado un giro inesperado. Ahora uno a uno van revelando sus sentimientos más profundos: el miedo, la envidia, el rencor, pero también la admiración, el respeto, el cariño, el amor. Hasta que le piden al capitán que cuente él de su mujer y sus sentimientos, a lo que responde: “No, eso me lo guardo para mí.” ¡Eso es! ¡Por eso las putas no besan! Porque el beso lo guardan para sí, para quien ellas verdaderamente quieren. El resto se lo venden a cualquiera, no les importa. Pero un beso no, el beso es sólo para el amante.

Hace muchos años -¡tantos!-que perdí de vista al poeta. No se si vive en el país o se fue del país, no se si vive o habrá muerto. Ya tampoco me gustaría verlo porque tendría que sacarlo de su error, de su equívoco romántico: las prostitutas de hoy besan, de hecho harían cualquier cosa por dinero. Cualquier cosa. No le guardan nada a nadie porque no tienen nada adentro, perdieron toda esperanza. Lo único por lo que sienten interés y pasión es por el dinero. Por las casas de lujo, los carros, mucho dinero en el banco, yates y todas esas porquerías. Por el precio adecuado son capaces de endeudar el país más allá de toda posibilidad de repago sin mirar consecuencias en sus hijos. O de vender toda la tierra y pedir a los compradores que echen la gente al mar. No les importa, si ellas cobran su dinero nada les importa. No soportaría tener que decirle al poeta que las prostitutas dominicanas de hoy en día sí besan.