“Se echó al monte la utopía
perseguida por lebreles
que se criaron en sus rodillas
y que al no poder seguir su paso,
la traicionaron;
y hoy, funcionarios
del negociado de sueños
dentro de un orden
son partidarios de capar al cochino
para que engorde.”
Joan Manuel Serrat
Pocas veces como en la situación que motiva este artículo es posible observar con tanta claridad la importancia de la cultura política (las tradiciones, las costumbres) y su influencia en el actuar de las fuerzas políticas que estimulan el funcionamiento de las instituciones. La descripción que hizo el pasado sábado “Diario Libre” de la XVIII Convención del PRM -transformada en todo un asunto medio esotérico, oculto en las penumbras- ejemplifica como funciona esa cultura política: “Los periodistas no quisieron tomarle cuenta al PRM por las fallas de la convención. Hubo, supieron, pero miraron para otro lado, y decidieron que como era un partido nuevo nada podía ser perfecto.”
Pero ahí están los hechos. Y ahí hay que llegar con una vara que antes hemos defendido como la más importante, la de la democracia. Para empezar, hay que dejar establecido que el ex senador Jesús Vásquez en una comedida carta de su abogado, y que denuncia fue filtrada sin su autorización, no acusó a nadie pero pide explicaciones en razón de que siente que sus derechos no fueron respetados. Una exhibición de sensibilidad cívica y de democracia, dentro de lo posible.
Confirmando aquello de que la política también es cultura, aparecieron quienes atribuyen los problemas a dificultades organizativas sin establecer algunos aspectos que igualmente deben ser considerados importantes: ¿cuál debe ser el nivel de las dificultades organizativas para que el resultado sea ilegítimo? O ¿cuántos camiones han de extraviarse para que no solo los que aparecen como no electos, sino también los presuntamente electos reconozcan que hay motivos suficientes para que duden de haber sido elegidos?
Es en coyunturas como la de esta Convención donde se evidencian con todo su peso ancestral “las tradiciones y las costumbres”. El que reclama recibe como ofensiva respuesta aquello de que “está pataleando” que nos pone donde estamos, en una verdadera sinfonía en boca de las bocinas.
Ocurre que no se trata solo de perder o de ganar, se trata de hacerlo de acuerdo con las reglas establecidas previamente y si éstas no se cumplieron -por las razones que sea- habrá que revisar si el incumplimiento pudo alterar los resultados. De ser así, la solicitud atenta y respetuosa está hecha y supongo que el abogado del saliente Secretario General conoce el domicilio del Tribunal Superior Electoral. Y es que aunque a muchos les resulte fastidioso y quisieran evitar que se llegue a este recurso, los derechos son irrenunciables.
A propósito de este nuevo proceso, recordé haber citado antes en estas páginas la conclusión de Jacqueline Polanco de que nunca hubo en República Dominicana un proceso electoral sin fraude. Entonces alguien me corrigió asegurando que las elecciones de 1996 fueron la excepción en esa historia de fraudes, a lo que riposté señalando que nadie puede levantar como limpio ese proceso electoral, a menos que olvide la campaña sucia y racista que precedió al día de las votaciones. El perdón de Peña Gómez no alcanza para adecentar el proceso.
Para intentar entender el origen y la popularidad de la agraviante acusación de “pataleo” con la que se responde cualquier reclamo por violación de hechos y de derechos, no tengo otra explicación que lo empezó a utilizar el caliesaje de la Era cuando alguien dudaba de los resultados de las elecciones en las que Trujillo o alguno de sus hermanos alcanzaba porcentajes que deben ser envidia de quienes siguen usando el calificativo, nostálgicos del candidato único. Por supuesto, la mala costumbre se proyectó a “los doce años” y a todos los años hasta llegar a la XVIII Convención. El tono despectivo de la acusación de pataleo se ha convertido en componente inseparable de la cultura política dominicana y consiste en cargarle las culpas a las víctimas, hasta el punto de traspasar las cuestiones electorales y servir para que queden camino al olvido todas las necesidades de verdad, de justicia y de reparación.
En la lista de irregularidades de la Convención se hace también perentoria una explicación acerca del por qué no se cumplió con el acuerdo de no hacer públicos los resultados hasta que el proceso estuviera concluido. Según el abogado del ex senador esto no solo no se cumplió sino que además se hizo en porcentajes que sin ninguna duda pudieron influir en quienes votaron semanas más tarde, además de que se hizo con información engañosa puesto que tener el primer lugar con un 65% podía ser igual a ocupar el primer lugar cuando solo se habían contado 10 votos.
Entonces ahora, cuando está en su apogeo la discusión acerca del nuevo Código electoral y la aprobación de una ley de partidos, asusta que en la discusión participen “muchos hombres sin decoro”. Lo digo porque es demasiado básico que cuando se trata de una elección los candidatos sepan quienes son los votantes (si no ¿cómo harán campaña?). Tampoco es superfluo que los candidatos estén informados de dónde se ubican los locales de votación. Es igualmente censurable que se insista por semanas en entregar resultados en números relativos. ¿Qué es lo que se quiere ocultar? o ¿con qué se quiere comparar usando puros porcentajes?
Para alguien que ha estado con esto de las primarias y de los padrones que debieran utilizarse según las modalidades que se acuerden, la solicitud del abogado del ex senador es de una pertinencia innegable. Su observación va dirigida especialmente respecto de que debió entregarse el padrón y la ubicación de los colegios electorales a los candidatos en un plazo que fue definido con anterioridad por la misma Comisión organizadora que tuvo los problemas organizativos.
Por otro lado, cuando se conocen de cerca otras experiencias llama la atención en el marco de la discusión de la ley de partidos, la “calidad” de un padrón entregado a la Junta Central Electoral con 524,675 militantes “depurados”. Si el padrón electoral de la JCE para las elecciones de 2016 tenía 6,765,245 ciudadanos, quiere decir que el 7,8% de los electores dominicanos son militantes del PRM. Una de mis debilidades, la política comparada, ayuda para saber si efectivamente tales números se compatibilizan con otras experiencias democráticas, sin olvidar las excepcionalidades que podrían ser ignoradas cuando se comparan dos padrones nacionales.
Con un padrón de más de catorce millones de electores, en Chile hay 449.973 electores que se han adherido a algún partido. Es decir, solo un 3.1% de los ciudadanos es militante de algún partido, entre los cuales la organización política que cuenta con un mayor número de militantes es el Partido Comunista que exhibe 50.791.
Como se ve los números son muy expresivos y eso con seguridad explica que todavía no hayan números absolutos de la Convención. La prueba de blancura del proceso inconcluso sería saber cuántos de los más de medio millón votaron y no solo cuántos “no pudieron votar”, pero eso todavía nadie lo sabe y probablemente tampoco se llegue a saber. Ante la pregunta de cómo inscribieron a tantos, la única explicación podría residir en la diferencia de la modalidad de adhesión a los partidos que existe entre Chile y República Dominicana.
En Chile es el ciudadano el que concurre y se inscribe como adherente quedando registrada su calidad de tal en el padrón del Servicio Electoral. Pero en el caso del PRM los candidatos salieron a inscribir votantes con un conveniente apoyo logístico para asegurarse el control del padrón y de allí su oposición a las primarias abiertas. Ahora alguien va a tener que explicar si en una elección con una participación menor al 25% pueden considerarse legítimos los cargos conseguidos. Los ¿resultados? anunciados hasta ahora reflejan un panorama mucho peor que el voto en blanco de la novela de Saramago, pues en este caso se salió expresamente a buscar a los inscritos para que votaran… ¿y entonces?
Siguiendo, a nivel de hipótesis, lo que puede explicar un ausentismo tan alto en los días de votación se pudo deber a que la elección cambió su carácter desde la oferta inicial. Primero parecía una elección competitiva y después el “espurio pacto” la transformó en un remedo de elección “semi competitiva”, el interés por participar disminuyó y terminaron siendo mayoría los “alharacos”.
Independientemente de las excusas que se den, tendrán que ponerse de acuerdo respecto a si se puede responsabilizar del ¿resultado? a los “problemas organizativos” o si los mismos emanaron de la voluntad libérrima de la militancia. Para quienes defienden un modelo o el otro es válida la advertencia de que llevar el Padrón a la JCE no lo hace más confiable, pues la Junta no tiene o no tuvo intención alguna de verificarlo. Esto sirve para afirmar que la JCE no puede “observar” elecciones internas, pues de hacerlo lo primero que tendría que validar es el padrón, y el órgano electoral del Estado no puede estar para eso. Al final, en la Convención les ocurrió todo lo que creen que les ocurriría con las primarias abiertas.
La tentación será responsabilizar a quienes reclamaron por las irregularidades, nada nuevo bajo el sol. Pero no está de más repetir lo que se dice casi todos los días que “este es un país post 2017, el país del fin de la impunidad”, por lo que será muy difícil que se borren las evidencias de prácticas mañosas y costosas desde el punto de vista económico, político y moral. Ya lo anotamos hace unos días, las facciones ya no existen y en ese escenario triste y maloliente pueden tener la seguridad de que el tiempo de la marrulla terminó y ya que no pudieron economizar fullerías, ahórrense los esfuerzos por desmentirlas.
La necesidad es mucha y el derecho a la información existe, pero todo parece indicar que solo podremos saber lo que ocurrió en la XVIII Convención si el tema le interesa para una investigación a Nuria.